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Salvador Lozano (1946-2014) fue un intelectual comprometido con la verdad a lo largo de toda su vida, fue un hombre de inmensa cultura, sabiduría e inteligencia, dedicó décadas de su vida a que la humanidad fuera mejor, inspiró a muchos en todo el mundo y ayudó a quitar los velos de la historia falseada de México y del mundo con la que nos han engañado. Un gran hombre que tocó la vida de muchas personas.

Una persona con muchas cualidades: atento con todos los que lo rodeaban, con palabras amables para quien se le acercara, alegre, con una sonrisa siempre en su rostro, entusiasta con los retos que se le pusieran enfrente, honesto al expresar sus ideas, confiable al escuchar a los demás, con bromas en cualquier momento, con una cultura monumental capaz de decir y aportar algo sobre cualquier tema, curioso por siempre querer saber más, amante del conocimiento y las artes, estudioso de la vida, amigo único, esposo fiel y devoto, padre extraordinario, entre tantas otras cualidades. Un amigo al cual se le va a extrañar de manera inmensa.

Su vida física terminó el 4 de octubre de 2014 pero su obra, pensamientos y aporte lo mantendrán vivo, la publicación de este artículo en homenaje a él es una muestra de ello, su labor sigue siendo tan valiosa para la humanidad como lo fue hace casi 30 años que publicó esta investigación que ahora reproducimos.

El 17 de octubre de 1571, la Liga Santa encabezada por España derrotó al imperio otomano en Lepanto. Para Miguel de Cervantes Saavedra, el inmortal autor de Don Quijote, participante en la batalla, fue ésa “la ocasión más alta que vieron los siglos y esperan ver los venideros”.

El imperio otomano sobrevivió a su derrota, pero en mucho tiempo ya no podría volver a intentar la conquista de Europa occidental, ni la consecuente aniquilación de la civilización. La victoria Cristiana fue resultado de la decisión del rey Felipe II el Prudente de ponerse a la cabeza de la coalición triunfante –Venecia, el papado y la propia España- pese a saber muy bien que Venecia tenía las peores intenciones respecto a la nación española.

Ciertamente, no existía otro curso de acción para hacer frente al monstruo de Frankenstein en que se había convertido el imperio otomano, el cual intentaba la conquista de Europa central, asolaba las costas mediterráneas y era ya una ominosa amenaza para toda Europa occidental. Para 1570, el Turco dominaba todo el Mediterráneo oriental, salvo las colonias venecianas.

Grecia y cuanto había en los Balcanes le estaba sometido. En el continente europeo, las fuerzas del sultán sólo se detenían ante Viena, que le pagaba tributo, en tanto que Francia, su frecuente aliado militar, le hacía caravanas. La oligarquía veneciana había pactado con Constantinopla destrozar el poderío español hacia 1570, más o menos. No obstante, dadas las tendencias prevalecientes de momento en la capital turca, es probable que, si los turcos se hubieran impuesto a España –la potencia cristiana más sólida de la época, el Estado católico par excellence-, Venecia misma, junto con el resto de Europa, hubiera desaparecido bajo los cascos de las hordas otomanas, por más que los perversos oligarcas venecianos hubieran quizá disfrutado, antes de morir, el espectáculo de la destrucción de la odiada España católica.

Peor aún: para ese año el sultán y sus principales asesores ya habían decidido lanzarse primero contra “la Serenísima” y después contra el resto de Europa occidental.

Venecia es, desde sus orígenes, la encarnación de la maldad oligárquica. La llamada democracia veneciana no fue sino el contubernio de todas las familias oligarcas de la ciudad para compartir equitativamente el poder. Su riqueza se originó y se acrecentó en la piratería, la trata de esclavos, la usura y las altas finanzas. Su método favorito para dominar naciones, crear y derrumbar imperios, derrumbar gobiernos y provocar guerras siempre ha sido excitar y manipular las pasiones más viles que pueden dominar a los seres humanos.

El malvado Yago, del Otelo de Shakespeare, encarna bastante bien el método veneciano de dominación. Con ese método, los oligarcas venecianos hicieron a los jefes de la Cuarta Cruzada (1202- 1204) traicionar sus propósitos y convertirla en una guerra de conquista al servicio de Venecia. Merced a ello, ésta se apodera de Constantinopla y buena parte de lo que fue el imperio bizantino, así como una “esfera de influencia” que abarca por lo menos todo el Mediterráneo oriental y Rusia.

Los cruzados y sus acreedores venecianos se reparten los territorios conquistados según el pacto que les impuso Enrico Dándolo a los jefes cruzados en marzo de 1204, e inventan el “imperio latino de Constantinopla”, en cuyo trono sientan a Balduino, conde de Flandes y Hainaut, y títere de Venecia. Para llevar las riendas de ese “imperio” fantoche, Venecia crea en 1205 el cargo de podestá, déspota e vicedominatore.

En 1261, cuando Miguel Paleólogo, con ayuda genovesa, restaura el dominio griego en Constantinopla, los venecianos ven menguado su poderío.

Por tratado, pueden quedarse, pero su representante oficial deja de ser podestá y vicedominatore para pasar a ser protector, una especie de cónsul. Venecia conserva, eso sí, la mayoría de las islas griegas que tenía en sus manos. Como cualquier parásito que destruye el organismo que lo aloja, los venecianos trabajan intensamente a partir de ese momento para acabar con los Paleólogos, y se valen para ello de los turcos otomanos, sus viejos compradores de esclavos (en especial muchachos y muchachas eslavos para sus haremes). Los turcos ocupan Tesalónica durante el reinado de Juan VIII Paleólogo, emperador a partir de 1424.

Ante amenaza tan seria y urgido de la ayuda de Occidente, el emperador acepta acudir al Concilio de Ferrara-Florencia reunido en procura de la unidad de la Iglesia cristiana. Juan no puede impedir el desastre de Varna (1444) y, en consecuencia, los trucos le imponen su tutela.

Su sucesor, Constantino XII Paleólogo, proclama en 1452 la unidad de la cristiandad, acordada en Florencia, pero muere al año siguiente en la defensa de Constantinopla contra los turcos. En diciembre de 1452, cuando la victoria turca es inminente, los oligarcas venecianos se descaran: firman abiertamente un pacto con los turcos otomanos, ¡que están en guerra con un Estado cristiano que acaba de proclamar la unidad de la Iglesia cristiana! El tratado se ratifica y amplía el 18 de abril de 1453, cuando el Turco ha tomado ya Constantinopla.

El tratado –obra de Bartolomeo Marcelo, el primer bailo veneciano en la Constantinopla turca – le reabre a Venecia las puertas del comercio levantino, bajo la protección turca, a cambio de ciertos impuestos y gabelas. Como parte del arreglo, Venecia –siempre incapaz de alimentar por sí misma a su poblacióncomprará en los dominios turcos trigo y otros productos alimenticios, amén de toda clase de “lujos orientales”, que pagará con cerros de oro y plata, saqueados de Europa, Rusia y América (en este caso Los turcos recibían de Europa el grueso de su tecnología bélica.

Las galeras del sultán las diseñaron y construyeron sujetos que aprendieron el oficio en el Arsenal de Venecia. Los mejores cañones turcos eran los que fundían los fundidores inmigrantes y se dice que un renegado de España fue quien le dio a Solimán el modelo del cañón ligero francés. La madera de tejo para los arcos llegaba del sur de Alemania a través de Venecia. Los remos largos para las galeras se contrabandeaban a Argelia a través de Marsella. De las colonias de Venecia en el Mediterráneo, la más rentable era Chipre. Hay quienes calculan que sacaba hasta tres millones de ducados al año, de rentas y de derechos comerciales; aparte de que, como es obvio, Chipre era la base de su expansión comercial en Siria, Asia Menor y Egipto. En 1570, Chipre tenía una población calculada en 180.000 habitantes, de los cuales 90.000 eran siervos, todos ellos griegos ortodoxos.

A mediados de 1565, la armada de Solimán el Magnífico le pone sitio a la isla de Malta, ligada a España desde 1282, junto con Sicilia, y cedida en 1530 a los caballeros de Malta por Carlos V. El ataque otomano a Malta tenía que considerarse una amenaza directa a la independencia de Italia y, en general, a la seguridad del Mediterráneo occidental y de toda Europa. Para el Turco, Malta hubiera sido una base de gran valor estratégico para emprender nuevas campañas, no sólo contra la vecina Sicilia, Nápoles y Cerdeña –posesiones españolas-, sino también contra las Baleares y las costas del sur de España, máxime cuando el imperio turco se había incorporado Trípoli, Túnez y Argel. Con esa base estratégica, el turco hubiera podido explotar a sus anchas la alianza con la monarquía francesa y la guerra de Flandes para conquistar Italia y España. Tras eso, el imperio austro-húngaro, Francia y la propia Venecia se tendrían que someter al sultán de grado o por fuerza.

La reina Isabel de Inglaterra –cuyo conflicto con la España católica no la cegaba del todo- advirtió a las cortes europeas que “de prevalecer los turcos contra la isla de Malta, es difícil prever qué peligros no se cernirán contra el resto de la cristiandad”. Pero, a lo largo del sitio, Francia –que no hacía mucho se alió a Solimán contra Carlos V y alguna vez permitió a la flota turca hacer uso de su puerto de Tolón – y Venecia –verdadera instigadora de los planes de agresión contra España- observan la más rigurosa “neutralidad”. Dado el peligro estratégico sobre España, Felipe II se resuelve a marcarle el alto a los turcos.

Cuando la flota española llega a ayudar a Malta, los sitiadores –diezmados y agotados por la enérgica e inesperada resistencia de los defensores, así como por su superioridad técnica- salen huyendo. Varios estrategas de la época calculan que de unirse en ese momento Venecia a España, juntas hubieran destruido la flota turca. En diciembre de 1565, muere el Papa Pío IV; y el nuevo Papa, Pío V, adopta como aspecto central de su estrategia unir a todos los Estados cristianos –el imperio austríaco, España, Venecia, Francia y los Estados Italianos- en una liga militar capaz de aplastar a los turcos, tal como lo acordó el Concilio de Trento. Pío V, dominico desde los 14 años y ex inquisidor general, era firme tridentino. Sube a la Silla Pontificia merced al apoyo de don Luis de Requesèns, embajador de España, y del cardenal español Carlos Borromeo. A los 2 meses de ser Papa, hace los primeros tanteos diplomáticos para levantar la liga contra el Turco.

En 1566, los turcos hacen estragos en Nápoles y en los estados pontificios del Adriático. En septiembre de ese mismo año, muere Solimán en Szigetvar, donde encabezaba a las tropas turcas en la ofensiva contra Europa central. Pio V juzga propicia la ocasión para insistir en su propuesta, pero la respuesta de todos los príncipes católicos es negativa. Aun Felipe II le ordena a su embajador en Roma que desvíe cualquier conversación sobre el tema y le eche tierra al asunto. Comenta el historiador español Luciano Serrano en su trabajo Liga de Lepanto, basado exclusivamente en documentos diplomáticos, que “rayaba casi en ilusión esperar de Francia que rompiese la amistad del Turco, teniendo en él la más eficaz ayuda contra las ambiciones y poderío de su rival España, y máxime dirigiendo la política francesa mujer tan experta, disimulada y astuta como Catalina de Médicis” (de la cual el nuncio papal informaba a Roma que “la Reina no cree en Dios”).

El “poderoso” emperador austro-húngaro, Maximiliano, casi sin fuerzas ni medios económicos para contener el avance turco en Hungría, procuraba precisamente en aquellos meses estipular una tregua con el enemigo. Los turcos recibían de Europa el grueso de su tecnología bélica. Las galeras del sultán las diseñaron y construyeron sujetos que aprendieron el oficio en el Arsenal de Venecia. Los mejores cañones turcos eran los que fundían los fundidores inmigrantes y se dice que un renegado de España fue quien le dio a Solimán el modelo del cañón ligero francés. La madera de tejo para los arcos llegaba del sur de Alemania a través de Venecia. Los remos largos para las galeras se contrabandeaban a Argelia a través de Marsella. De las colonias de Venecia en el Mediterráneo, la más rentable era Chipre.

Hay quienes calculan que sacaba hasta tres millones de ducados al año, de rentas y de derechos comerciales; aparte de que, como es obvio, Chipre era la base de su expansión comercial en Siria, Asia Menor y Egipto. En 1570, Chipre tenía una población calculada en 180.000 habitantes, de los cuales 90.000 eran siervos, todos ellos griegos ortodoxos. A mediados de 1565, la armada de Solimán el Magnífico le pone sitio a la isla de Malta, ligada a España desde 1282, junto con Sicilia, y cedida en 1530 a los caballeros de Malta por Carlos V.

El ataque otomano a Malta tenía que considerarse una amenaza directa a la independencia de Italia y, en general, a la seguridad del Mediterráneo occidental y de toda Europa. Para el Turco, Malta hubiera sido una base de gran valor estratégico para emprender nuevas campañas, no sólo contra la vecina Sicilia, Nápoles y Cerdeña –posesiones españolas-, sino también contra las Baleares y las costas del sur de España, máxime cuando el imperio turco se había incorporado Trípoli, Túnez y Argel. Con esa base estratégica, el turco hubiera podido explotar a sus anchas la alianza con la monarquía francesa y la guerra de Flandes para conquistar Italia y España. Tras eso, el imperio austro-húngaro, Francia y la propia Venecia se tendrían que someter al sultán de grado o por fuerza.

La reina Isabel de Inglaterra –cuyo conflicto con la España católica no la cegaba del todo- advirtió a las cortes europeas que “de prevalecer los turcos contra la isla de Malta, es difícil prever qué peligros no se cernirán contra el resto de la cristiandad”. Pero, a lo largo del sitio, Francia –que no hacía mucho se alió a Solimán contra Carlos V y alguna vez permitió a la flota turca hacer uso de su puerto de Tolón – y Venecia –verdadera instigadora de los planes de agresión contra España- observan la más rigurosa “neutralidad”. Dado el peligro estratégico sobre España, Felipe II se resuelve a marcarle el alto a los turcos.

Cuando la flota española llega a ayudar a Malta, los sitiadores –diezmados y agotados por la enérgica e inesperada resistencia de los defensores, así como por su superioridad técnica- salen huyendo. Varios estrategas de la época calculan que de unirse en ese momento Venecia a España, juntas hubieran destruido la flota turca. En diciembre de 1565, muere el Papa Pío IV; y el nuevo Papa, Pío V, adopta como aspecto central de su estrategia unir a todos los Estados cristianos –el imperio austríaco, España, Venecia, Francia y los Estados Italianos- en una liga militar capaz de aplastar a los turcos, tal como lo acordó el Concilio de Trento. Pío V, dominico desde los 14 años y ex inquisidor general, era firme tridentino.

Sube a la Silla Pontificia merced al apoyo de don Luis de Requesèns, embajador de España, y del cardenal español Carlos Borromeo. A los 2 meses de ser Papa, hace los primeros tanteos diplomáticos para levantar la liga contra el Turco. En 1566, los turcos hacen estragos en Nápoles y en los estados pontificios del Adriático. En septiembre de ese mismo año, muere Solimán en Szigetvar, donde encabezaba a las tropas turcas en la ofensiva contra Europa central. Pio V juzga propicia la ocasión para insistir en su propuesta, pero la respuesta de todos los príncipes católicos es negativa. Aun Felipe II le ordena a su embajador en Roma que desvíe cualquier conversación sobre el tema y le eche tierra al asunto.

Comenta el historiador español Luciano Serrano en su trabajo Liga de Lepanto, basado exclusivamente en documentos diplomáticos, que “rayaba casi en ilusión esperar de Francia que rompiese la amistad del Turco, teniendo en él la más eficaz ayuda contra las ambiciones y poderío de su rival España, y máxime dirigiendo la política francesa mujer tan experta, disimulada y astuta como Catalina de Médicis” (de la cual el nuncio papal informaba a Roma que “la Reina no cree en Dios”). El “poderoso” emperador austro-húngaro, Maximiliano, casi sin fuerzas ni medios económicos para contener el avance turco en Hungría, procuraba precisamente en aquellos meses estipular una tregua con el enemigo. Maximiliano pretextaba, además, que de entrar en una liga contra el Turco, lo abandonarían sus Estados patrimoniales y aun los príncipes alemanes, temeroso de que las fuerzas de la misma se volvieran contra los protestantes de Europa.

De hecho lo que le impedía a Felipe dedicar fuerzas suficientes a contener a los otomanos era la rebelión de los Países Bajos, en parte animada por Venecia y alimentada por los calvinistas suizos, que trataban de provocar algo similar en las posesiones españolas de Italia. Ya en 1550, el inquisidor Michele Ghislieri, el futuro Pío V, capturó doce fardos de libros calvinistas que mercaderes suizos habían contrabandeado a través del lago Como y planeaban enviar a Cremona, Vicenza y Módena.

El contrabando era constante, y sus principales promotores italianos eran los banqueros y comerciantes descontentos por las condenas de la Iglesia a la usura. Huelga decir que Venecia no tenía otra línea que guardar con el sultán las relaciones más amistosas. En 1567, Venecia renueva su tratado de paz y amistad con “la Sublime Puerta”, donde, sin embargo, está en marcha un viraje muy desagradable para los venecianos: Selim II, hijo y sucesor de Solimán, viene sopesando un plan para apoderarse de Chipre.

Muchas fuentes coinciden en que el gran visir Sokoli –a todas luces, el principal agente de Venecia en la corte del sultán- se opuso desde el principio a la expedición de Chipre, decidida bajo la influencia del poderoso banquero judío portugués Joâo Míguez, conocido en Oriente como Josef Nasi, quien había alcanzado un peso enorme en la corte del sultán y se había hecho nombrar duque de Naxos. Se lo consideraba eminencia gris de Selim, de su preceptor Lala Mustafá y de Piale Pacha, hombre de gran influencia en el régimen. Hay autores que sostienen que la oposición de Sokoli fue un ardid bien premeditado para dejar la puerta abierta a las negociaciones que necesariamente buscarían los venecianos.

Otros ponen de relieve cuánto se inclinaba Sokoli por un golpe contra España. El hecho es que Sokoli –de origen eslavo, homosexual, llevado a Constantinopla desde niño para servir en el harem, banal y enriquecido, sobornado con gruesas sumas por los venecianosera quien se encargaba directamente de hacer llegar a los moros rebeldes de Granada medios para sostenerse en tanto se emprendía una acción antiespañola de mayor envergadura, que hubiera contado con la simpatía francesa y la “neutralidad” veneciana. Joâo Míguez pertenecía a la familia judía Nasi, de origen español. Varios de los Nasi se refugiaron en 1492 en Portugal, donde fingen convertirse al cristianismo en 1497.

La joven Gracia Nasi pasó a llamarse Beatriz de Luna y se casó en Lisboa con el también converso Francisco Méndez, banquero y comerciante en especias, muy bien relacionado en Amberes, centro comercial y financiero del norte de Europa, a donde iría a parar en las décadas siguientes buena parte del oro y la plata extraídos de América. La familia se metió también al negocio de las piedras preciosas, y su casa bancaria pronto alcanzó notable importancia. Para la segunda década del siglo XVI, había una rama de la familia establecida en Amberes.

En 1535, cuando Francisco Méndez muere en Lisboa, Beatriz, acompañada de su hija Reina, va a Amberes a reunirse con su cuñada (viuda del difunto médico del emperador Carlos V) y el hijo de ésta, Joâo Míguez, amigo de infancia del emperador Maximiliano. En cierto momento la regenta de los Países Bajos, María de Hungría, hermana de Carlos V, solicita la mano de Reina para uno de sus favoritos, y el violento rechazo de la madre le gana la animadversión de la corte, de donde salen volando a Lyons y luego a Venecia.

En Venecia en medio de un pleito judicial con su hermana a resultas de oscuras maniobras financieras internacionales, arrestan a doña Beatriz y le confiscan sus bienes.

El joven Míguez –quien ha quedado al frente de los intereses bancarios de los Nasi- decide ejercer el inmenso poder de la familia: por mediación de Moses Hamon, médico de Solimán, éste manda un correo diplomático a Venecia para pedir la libertad de la viuda de Méndez, cosa que obtiene. Míguez es por entonces un banquero realmente poderoso. Viaja a hacer negocios a Inglaterra, donde los judíos están proscritos; le presta a Francia; tiene una red de corresponsales tan vasta como la que tendrían los Rosthschild en el siglo 19.

Y, a todas luces, tiene gran influencia en Constantinopla. Cuando Beatriz sale libre, se va a Constantinopla, declara su religión judía y retoma el nombre de Gracia Nasi. Poco después, Joâo se le une, se casa con su prima Reina –en una fastuosa ceremonia a la que asiste el embajador francés- y se pone al servicio de “la Sublime Puerta”, que obtiene así un magnífico servicio bancario en toda Europa y una estupenda red de inteligencia.

Míguez, ahora con el nombre de Josef Nasi, aumenta sus negocios con el tráfico de vino (prohibido por la ley coránica) y con el arrendamiento de impuestos. Adquiere tanto poder que los embajadores extranjeros recién llegados le llevan presentes. Pronto empieza a manejar la política comercial otomana, a punto de que el tratado comercial franco-turco de 1569 no se redacta ni en turco ni en francés, sino en hebreo. La política polaca del imperio queda en sus manos. Su tía Gracia y su prima Esther Kyra, mientras tanto, se meten en los negocios e intrigas del harem.

Selim, apenas toma el sultanato, hace a Mìguez duque de Naxos, y, cuando éste le vende el plan de conquistar Chipre, aquel le insinúa la posibilidad de hacerlo príncipe e la isla. A la larga, Sokoli logrará desplazar a Míguez, sobre todo después de la derrota de Lepanto. Su protegido Miguel Cantacuzenos, un riquísimo griego ortodoxo, agente de Venecia como Sokoli, se convertirá en el nuevo financiero del régimen imperial.

Pero mientras tanto, es el plan de tomar Chipre el que pasa a primer plano. El 27 de marzo de 1570, el enviado turco Kubad presenta al Senado el ultimátum del sultán: o Venecia entrega Chipre o los turcos toman la isla por la fuerza. El Senado lo rechaza y las cosas se precipitan. Los turcos desembarcan en Chipre en julio, toman Nicosia y luego todo lo demás, con excepción de Famagusta. La carnicería es horrible. La situación europea hasta ese momento no parecía nada favorable a la resistencia unificada contra el Turco. En Francia, las guerras religiosas se han apaciguado tras el edicto de pacificación de Saint-Germain; pero Carlos IX y la malvada Catalina de Médicis, en su supuesta preocupación de lograr un “equilibrio de fuerzas”, tratan con miramiento a los hugonotes y acentúan su hostilidad a la España católica.