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“La Revolución hay que hacerla en los espíritus y no en las barricadas”
Giner de los Ríos.

La libertad de los padres para educar a sus hijos es uno de los principales conflictos librados hoy por las familias frente a un sistema que funciona como si de una apisonadora se tratase. Una apisonadora que ha tenido distintos nombres y colores a lo largo de la historia, y si bien quien la conduce nunca ha cambiado, hoy nos encontramos en la ofensiva ideológica contra lo más profundo de la persona.

Así, si en el pasado la revolución fue contra la Iglesia, contra la razón, contra las patrias, el capital o los sexos, hoy se dirige frontalmente contra la persona y su entorno social más inmediato: la familia, la antropología y la Ley Natural; tema que por cierto ya ha sido estudiado en este mismo portal por el Padre Custodio Ballester y por Javier Barraycoa.

De los muchos elementos con los que el sistema ha accedido al control social, dos aspectos concretos son la inhabilitación de la población para establecer relaciones entre los sucesos históricos, potenciada por el alejamiento social de las disciplinas que lo atan con lo eterno y lo pasado, y lo sitúan ante el futuro: historia, filosofía, antropología, arte, etc.

De este modo, lo que resulta es que contemplemos estas revoluciones y a sus distintos conductores como casos aislados, sin antecedentes ni conexiones que las unan y muestren que, lejos de ser hechos anárquicos, responden a un plan eterno de las tinieblas contra la luz.

A la hora de hablar de ideología de género y educación, es imprescindible conocer los conflictos educativos previos en nuestra historia, para comprender tanto su modus operandi, como que independientemente del nombre (género, masonería, liberalismo, socialismo) el fin es el mismo: la destrucción de la persona y el alejamiento de su fin natural.

Educación frente a ideologización.

A lo largo del extenso papel educativo de la Iglesia, con Santo Tomás como uno de sus máximos exponentes, los conceptos de verdad (adecuación de la cosa con el entendimiento) y educación (Conducción de la prole al estado perfecto del hombre que es el estado de virtud -y por tanto, en verdad-.) siempre han ido de la mano. No obstante, ha habido quienes, a lo largo de la historia, han tratado y tratan de disociar verdad y educación, degenerando esta en mera ideologización. Así, los estudiosos de la significación de la ideología en Marx (Ludovico Silva, 1971), por ejemplo, coinciden en definirla como “un sistema de valores, creencias y representaciones que autogeneran las sociedades a fin de justificar idealmente su propia estructura… Es, pues, una falsa conciencia… No son ideas, son creencias; no son juicios, son prejuicios”, coincidiendo con otros como Verdera (1995).

Conquistar la educación para eliminarla.

Dentro de la radical contradicción que se da entre educación e ideologización, la revolución académica que se dio entre los años 1931-1939 (y los intentos precedentes como la Escuela Nueva o la Institución Libre de Enseñanza, entre otros) supuso una auténtica implantación ideológica en las escuelas españolas. No hablamos aquí de una implantación entendida como una corriente de opinión más o menos cercana a una tendencia política, sino a un cuerpo doctrinal encargado de eliminar la verdad de lo más profundo de la educación, hasta hacía poco en manos de la Iglesia, y desde entonces despojada de la misma.

La segunda república fue sin duda un laboratorio de control social e ideologización en lo que a educación se refiere. Las disputas internas, los cambios de gobierno, la guerra en 1936 o el cambio de régimen en 1939 imposibilitaron la continuación de las reformas educativas que se adoptaron por una combinación de fuerzas liberales, socialistas, y masónicas.

Nada más proclamarse la constitución de 1931, bautizada por algunos historiadores como Constitución contra la Iglesia (Bárcena, 2016), los bloques ideológicos que la auspiciaron y redactaron aunaron fuerzas para el control inmediato de la educación. Así, la expulsión de los jesuitas decretada por el artículo 26 dejaba un total de 21 colegios, 162 escuelas, 40 residencias y 9 editoriales, que “serán nacionalizados y afectados a fines benéficos y docentes”. El carácter ideologizante de la misma quedará patente en el artículo 28, según el cual “la enseñanza será laica, hará del trabajo el eje de su actividad y se inspirará en ideales de solidaridad”. A partir de este momento, ya solo habían de aplicarse las reformas durante largo tiempo estudiadas y preparadas.

El proyecto ideológico de la República

Son conocidos, en su mayoría, nombres como Melquiades Álvarez, Rodolfo Llopis o Fernando de los Ríos por su labor política y filosófica, menos lo son, quizá por su pertenencia o cercanía a la masonería y su colaboración en el proyecto educativo republicano. Los mencionados, junto con Giner de los Ríos o Lorenzo Luzuriaga como cabezas más representativas del liberalismo y socialismo educativos, entre otros, se conformarían como los arquitectos fundamentales del proyecto ideológico, que no educativo, implantado en España tras la Constitución de 1931.

Este proyecto instructivo si se quiere, de la II República se materializó en la llamada Escuela Unificada, la cual se caracterizaría de activa, pública, y laica. Dichos puntos, con acuerdo de las tres tendencias, hacían alusión con el carácter activo a una escuela carente de “los antiguos procedimientos irrazonables de rutinas y de servidumbre, que es lo que pretenden los que combaten la escuela laica” (Benimelli, 1995). Lo público, lejos de pretender únicamente la universalización de la educación, escondería tras este demagógico eslogan la atribución de la función educativa al Estado, eliminándola por tanto de la Iglesia y Familia como se recoge en el anteproyecto de Ley de Lorenzo Luzuriaga: “la educación es una función eminentemente pública que debe ser realizada por el Estado”. Como no podrá faltar, el otro de los elementos obligados en la educación republicana sería el de laica, con el que las 3 tendencias no pretenderían sino “desvanecer y combatir los errores religiosos que los jóvenes hayan aprendido de sus familias” (Gómez Molleda, 1990).

La revolución hay que hacerla en los espíritus.

Resulta curioso observar como las aparentes disputas que mantienen las diversas corrientes ideológicas y políticas en el Congreso o en medios de comunicación, se difuminan o desaparecen a la hora de aplicar medidas estructurales en lo moral, educativo, o familiar. De este modo, podemos observar tanto en nuestros días como en la II República como, más allá de las diferencias puntuales, los diversos bloques (socialismo, liberalismo y masonería en aquellos años) coincidían y coinciden en la gran mayoría de los puntos ideológicos a aplicar.

No obstante, unos caracterizaban más que otros la vida política, como es el caso de la educación y de las profundas reformas que esta necesitaba para contribuir a la creación del “hombre nuevo”.

Así, dentro de las aplicaciones masónicas, destaca Gómez Molleda (1990) que su objetivo central era “la erradicación de la enseñanza confesional y la crítica al trabajo docente de las Ordenes Religiosas”, así como la apertura de modernos centros educativos en Barcelona donde “se seguían los métodos de Montessori y Decroly”. Como recoge Herrero Palahi, la misión del maestro para la masonería no es otra que “formar jóvenes fuertes, después laicos, racionalistas y finalmente morales… No olvidará ni por un momento que en esta crítica edad tiene que desvanecer y combatir los errores religiosos que los jóvenes hayan aprendido de sus familias”.

El liberalismo, por su parte definió a su principal herramienta educativa, la Institución Libre de Enseñanza (1873-1939), como nacida para establecer centros ajenos “a todo espíritu e interés de comunión religiosa…proclamando tan solo el principio de la libertad e inviolabilidad de la ciencia, y de la independencia respecto de cualquier otra autoridad”, tal como recoge Molero Pitado de los estatutos fundacionales.

No deja de ser curioso cómo pese a que analicemos por separado la influencia del liberalismo y la masonería por sus diferencias estratégicas, podemos encontrar un nexo de unión en la figura del pensador liberal Krause, principal maestro de Giner de los Ríos. En él, masonería liberalismo y educación se mostrarán plenamente relacionadas al observar su concepción de “los filántropos”, consistente en “el arte de educar puramente y polifacéticamente al hombre como hombre y a la humanidad como humanidad” (Gómez Molleda, 1990).

Lorenzo Luzuriaga, máximo exponente de la docencia socialista en España, consideraba que “con el advenimiento del proletariado organizado a la vida pública se ha introducido una nueva concepción de la Escuela y de su misión social”: “llevar al mundo de la cultura los mismos principios que al económico”. Un punto relevante a considerar de sus Ideas para una reforma constitucional de la Educación Pública es el que hace referencia a la finalidad de la educación, “introducir (al hombre) en las esferas esenciales de la cultura y de la vida de su tiempo”, cuestión que podría interpretarse benévolamente de no ser por la influencia de Gramsci sobre Luzuriaga en este punto, para el cual la modernidad es “la etapa de madurez en la que el propio hombre toma el puesto de la Divinidad” (Górriz Ruix, 1990).

Otro de los grandes hitos en las reformas educativas de la II República, ya común a los tres bloques, sería el de la coeducación de los sexos (los actuales colegios mixtos), especialmente por el papel de la mujer. Según Gramsci, la mujer era el puente de implantación en la familia de los valores burgueses, y debía ser por tanto educada sin distinción ni separación del hombre para alterar ese papel. Por tanto, ¿Se pretendía coeducar a hombre y mujer por ser portadores de la misma dignidad, o bien para rebajar y reducir la misma?

El combate de hoy con las armas de siempre.

La perniciosa influencia que ejercían estas ideologías sobre los niños en España durante la Segunda República y el resto de Europa no podía pasar desapercibida por la Iglesia y Su Esposo, Divino Maestro de las almas, mentes y conciencias, y respondería contundente a cada una de ellas. Más allá de las conocidas condenas a la masonería, liberalismo y socialismo, Divini Illius Magistri (1929), del Santo Padre Pío XI se conformará como el manual de la educación católica. Y es que la clave, según el Papa, no está en considerar errónea solo la educación de género, sino a todo sistema que se funde “en la negación del pecado original y de la gracia”, condición bajo la que los programas de género no existirían.

No basta con una instrucción laica que reconozca el valor del hombre y la mujer por su condición de ciudadanos libres e iguales, sino que es necesaria una educación católica, para la que “el sujeto de la educación es el hombre todo entero, espíritu unido al cuerpo en unidad de naturaleza”, y cuyo objetivo primordial es alcanzar la virtud y la salvación del alumno. El problema no se encuentra tanto en una educación sexual precoz y fuera de las competencias escolares, sino que es la consecuencia a largo plazo de no aplicar una educación “con la necesaria distinción y correspondiente separación proporcionada a las varias edades y circunstancias” entre niños y niñas.

La ideología de género y su implementación en las escuelas, no se eliminará con campañas de firmas o manifestaciones. Tan solo cuando la educación en manos de la Iglesia vuelva a ser realmente una educación católica y en verdad. Cuando se de una oposición firme por parte de los colegios católicos en defensa de la educación que les da nombre, no por sí, sino por el fin del que son responsables, que son los alumnos. Cuando volvamos a considerar que hay una verdad y una Ley Natural que debe impregnarlo todo y ser transmitida, independientemente de todo lo demás.

La educación será católica o no será.

José María Carrera