
Una vez más, un importante prelado de nuestra jerarquía eclesiástica española, se suma a las celebraciones, felicitaciones y bendiciones a la Constitución Española de 1978.
El 8 de diciembre, la tercera de ABC publicaba un artículo del Cardenal Antonio María Rouco Varela, Arzobispo emérito de Madrid y Miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, titulado La Iglesia y la Constitución.
Entre otras cosas, asimismo muy discutibles, afirma:
“El cuadragésimo aniversario de la Constitución española es también ocasión providencial para recordar lo que representó para la actualización jurídica de sus relaciones con el Estado. En su artículo 16 (leído en conjunción con el 27) se ha propiciado que pudieran establecerse en conformidad con la doctrina conciliar sobre la libertad religiosa, enraizada en la doctrina clásica de la libertad del acto de fe, respetando su realidad histórica y sociológica”.
“La «sana laicidad» vencía al «laicismo», siempre discriminador y excluyente, y dejaba atrás «el confesionalismo» de las Constituciones de 1812 y 1876 y sus ecos en los Concordatos de 1851 y 1953”.
“«La Constitución de 1978 no es perfecta -decíamos los obispos españoles en el año 2000-, como toda obra humana». Es perfectible en puntos muy sensibles relacionados, por ejemplo, con el derecho a la vida y los valores éticos e institucionales del matrimonio y de la familia, «pero la vemos como fruto maduro de una voluntad sincera de entendimiento y como instrumento y primicia de un futuro de convivencia armónica entre todos»”.
“La Fiesta de la Inmaculada, tan española, nos invita a pedir a Dios por lo que ha supuesto la actual Constitución española de excepcionalmente valioso para la paz, la libertad, la justicia y la solidaridad entre los españoles y para que lo continúe siendo en el presente, en el próximo y en el lejano futuro”.
Hace 17 años me vi obligado a escribir un artículo titulado Una corrección filial al Cardenal Rouco (publicado en varias revistas), con motivo de una conferencia dictada por el Cardenal en el Club Siglo XXI, en la que Su Eminencia decía que la declaración sobre la libertad religiosa del Concilio Vaticano II implica que el Estado no se identifique excluyentemente con ninguna confesión religiosa.
Lamento que Rouco Varela siga sosteniendo tamaño error.
Como escribí en aquella ocasión, la Dignitatis humanae no sólo no dice tal cosa sino que afirma lo contrario: el Sagrado Concilio deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo (Declaración Dignitatis humanae. § 1).
Y como el Cardenal Rouco debería saber, dicha doctrina ha sostenido siempre que no pueden las sociedades políticas obrar en conciencia como si Dios no existiese, ni volver la espalda a la religión, ni mirarla con esquivez ni desdén, ni adoptar indiferentemente una religión cualquiera entre tantas otras; antes bien, y por lo contrario, tiene el Estado político la obligación de admitir enteramente, y profesar abiertamente aquella ley y prácticas de culto divino que el mismo Dios ha demostrado querer (León XIII. Inmortale Dei. § 11). Siendo, pues, necesario, al Estado profesar una religión, ha de profesar la única verdadera (León XIII. Libertas. § 27). Es decir, que los Estados están obligados a profesar la religión católica dando culto público a Dios, porque la razón y la naturaleza, que mandan que cada uno de los hombres dé culto a Dios piadosa y santamente, imponen la misma ley a la comunidad civil (León XIII. Inmortale Dei. § 11). Las comunidades políticas deben inspirar su legislación e instituciones en la interpretación católica de la vida para que la sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos, al establecer las leyes, al administrar justicia, al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres (Pío XI. Quas primas. § 33). La sociedad civil debe reconocer a la Iglesia su carácter de sociedad perfecta, maestra y guía de las demás sociedades (Pío XI. Ubi arcano Dei. § 22).
El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda que el deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado, o sea, que obliga no sólo a los individuos sino también a las sociedades y que, por ello, los católicos estamos llamados a informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad. Las autoridades civiles no pueden rechazar, en nombre de una pretendida independencia en relación con Dios, la concepción cristiana de la vida, sino que deben aceptarla e inspirar en ella sus juicios y decisiones, para que de esa manera se manifieste la realeza de Cristo sobre las sociedades humanas (Catecismo de la Iglesia Católica. §§ 2105 y 2244).
El Catecismo de la Iglesia Católica nos remite nada menos que a la encíclica de León XIII, Inmortale Dei, sobre la constitución cristiana de los Estados y a la Quas primas, de Pío XI, sobre la Realeza de Jesucristo. Lo cual da a entender, obviamente, que el nuevo Catecismo sigue juzgando válida y vigente la doctrina tradicional sobre los deberes de los Estados para con la Religión contenida en esas y otras encíclicas y en el Magisterio de esos y otros Romanos Pontífices. Enseñanzas que he reproducido en este texto para demostrar cómo la Iglesia postula que, al contrario de lo escrito por el Cardenal Rouco, los Estados sí están moralmente obligados a identificarse excluyentemente con una confesión religiosa: la católica.
Consecuentemente, la Constitución Española de 1978 no supuso una mejora en las relaciones Iglesia-Estado y Estado-Religión con respecto a la Constitución del llamado régimen de Franco, sino todo lo contrario.
Es falso, además, que la Constitución de 1978 haya sido valiosa para la paz, la libertad, la justicia y la solidaridad de todos los españoles.
La paz, la libertad, justicia, solidaridad y reconciliación entre todos los españoles fueron un logro del Estado nacido el 18 de julio de 1936, capitaneado por el Generalísimo Franco.
La Constitución sustituyó el fomento de la diversidad cultural y folklórica de las regiones, en armonía las unas con las otras, por las autonomías, que han provocado y siguen provocando luchas entre habitantes de una misma región, trato discriminatorio y represivo hacia quienes no comparten la ideología nacionalista y despilfarro del dinero público. Sin olvidar las más de mil víctimas del terrorismo marxista y separatista.
La Constitución ampara leyes que permiten el asesinato de millones de personas inocentes no nacidas.
La Constitución ha consentido la destrucción de cientos de miles de matrimonios y familias, por medio del divorcio, el homonomio, las leyes de violencia de género, etc.
En una España en la que la política se concebía como concurrencia de pareceres distintos, en cuestiones opinables y concretas, para tratar de llegar a acuerdos y aportar lo mejor de cada grupo o cuerpo social en beneficio del bien común, la Constitución ha introducido el sectarismo y el enfrentamiento en el seno de las familias, entre vecinos, entre compañeros de trabajo y antiguos amigos, por medio de la política partidista e ideológica.
La Constitución ha introducido el relativismo moral y doctrinal en la política, al establecer que la ley es tan sólo la expresión de la voluntad general expresada en las urnas, sin ningún límite trascendente, superior, universal, eterno e inmutable, como es la ley eterna, revelada y natural.
La Constitución ha permitido un Código Penal que apenas castiga al delincuente habitual y fomenta, por tanto, la reincidencia y, en consecuencia, la inseguridad ciudadana.
La Constitución ha sometido nuestra independencia nacional a los dictados de organismos supranacionales muchas veces contrarios a nuestros intereses y a nuestras creencias.
La Constitución ha sustituido un modelo de economía que conjugaba la protección social del trabajador y del empresario con casi ausencia de impuestos, generando empleo y vivienda barata, por un modelo económico que favorece a la plutocracia financiera y a la corrupta mafia política, perjudicando a asalariados y pequeños y medianos empresarios por medio de impuestos abusivos, créditos usurarios y lucha de clases fomentada desde los sindicatos y la Patronal.
La Constitución ha alentado la absoluta libertad de cátedra y de propaganda, en detrimento del respeto al bien y a la verdad.
Etc, etc, etc…
Por otra parte, no todos los obispos españoles compartieron la optimista opinión del Cardenal Rouco sobre la Constitución de 1978. No olvidemos que ocho obispos manifestaron serias reservas hacia el texto constitucional.
Monseñor Guerra Campos escribió una Pastoral en la que advertía que “el proyecto constitucional ha suprimido toda referencia a Dios y a la inspiración cristiana de la sociedad» y que “la ordenación resultante carece de criterios morales bien definidos, pues la mención de principios superiores -a los que dice subordinar las normas convencionales- se diluye en la ambigüedad”.
El Primado de España, escribió una Instrucción Pastoral denunciando en el texto constitucional la “omisión, real y no solo nominal, de toda referencia a Dios”; “la falta de referencia a los principios supremos de ley natural o divina”; la carencia de “garantías contra la pretensión de aquellos docentes que quieran proyectar sobre los alumnos su personal visión o falta de visión moral y religiosa, violando con una mal entendida libertad de cátedra el derecho inviolable de los padres y los educandos”; la no “tutela de los valores morales de la familia, que por otra parte están siendo ya agredidos con la propaganda del divorcio, de los anticonceptivos y de la arbitrariedad sexual”; y que, “en relación con el aborto, no se ha conseguido la claridad y la seguridad necesarias. La fórmula del artículo 15: Todos tienen derecho a la vida, supone, para su recta intelección, una concepción del hombre que diversos sectores parlamentarios no comparten. ¿Va a evitar esa fórmula que una mayoría parlamentaria quiera legalizar en su día el aborto? Aquellos de quienes dependerá en gran parte el uso de la Constitución han declarado que no”.
Todas y cada una de las predicciones formuladas por el Cardenal de Toledo, D. Marcelo González y el obispo de Cuenca, D. José Guerra Campos, se han visto cumplidas e incluso superadas en sentido negativo.
Por eso resulta sorprendente que el Cardenal Rouco, como la casi totalidad de los obispos y cardenales españoles, se obstinen en defender un texto constitucional que ha demostrado ser contrario a la Doctrina social y política de la Iglesia y nocivo para los derechos de Dios y los derechos naturales de las personas humanas, limitándose a decir simplemente que, acaso en algunos aspectos relacionados con la vida y la familia, sería perfectible. Como si esos aspectos (la despenalización del aborto, el divorcio, el reconocimiento de las parejas homosexuales, la FIV, la libertad de prensa y de cátedra para difundir el mal y el error, la legalización del separatismo, el comunismo, el socialismo, el liberalismo y demás ideologías condenadas por la Iglesia) no bastaran por sí solos para deslegitimar moralmente la constitución de 1978 y oponerse a ella.
Habiendo visto los frutos de esta Constitución, ¿cómo es posible que se empeñen en seguir elogiándola? Misterium iniquitatis.
De hecho, cabe preguntarse por qué en su día (cuando se iba a someter el texto a referéndum) no se percataron de aquello que con clarividencia pusieron de manifiesto los ocho valientes obispos y los jefes de los diversos grupos políticos católicos que señalaron los males de la Constitución y vaticinaron las lógicas consecuencias que iban a derivar de ellos.
O ¿tal vez sí se dieron cuenta, pero sus prejuicios ideológicos prevalecieron sobre sus creencias religiosas? Ello explicaría por qué siguen sin ser capaces de reconocer su error. Porque realmente creen que están en lo cierto.
¿Tal vez estiman que por encima de la fe infalible y de la moral objetiva, está la democracia? Dios juzgará.
Lo que sí sabemos, por su testimonio no desmentido, es que así pensaba el entonces Presidente de la Conferencia Episcopal Española, Cardenal Tarancón.
Leamos sus respuestas en una entrevista concedida al periodista Pedro Rodríguez (P.R.), y publicada en la página 135 del libro “Vicente Enrique y Tarancón”, del Grupo Libro 88, S.A., en 1991:
“P.R.: -Cuando la Iglesia española abogaba por la implantación de la democracia, ¿era consciente de que con ella llegarían leyes no acordes con sus principios, con sus intereses?
Tarancón: – ¿Cómo cuáles?
P.R.: – Como el divorcio vincular, como el aborto, como la reforma de la ley de enseñanza.
Tarancón: – Sí, claro que éramos conscientes, pero debíamos defender la libertad de opción política; no teníamos otra salida. Tras el Concilio Vaticano II teníamos el deber ineludible de defender la pluralidad política, aunque supiésemos como sabíamos lo que ello acarrearía a la Iglesia. No había otra opción y era además lo que se imponía en los países de nuestro entorno”.
Hasta aquí la entrevista a Tarancón.
Tarancón, Rouco, Cañizares… cardenales que han tomado partido a favor de la transición y de la Constitución de 1978, a pesar de todos los gravísimos males que, como era sabido, iban a acarrear. Males que, con el paso del tiempo, han aumentado en cantidad y gravedad.
Quisiera terminar este artículo reproduciendo algunas enseñanzas del Beato Pío IX, que nos exhortan a ser intransigentes en la defensa de la Soberanía de Dios y no pactar con sus enemigos.
“En estos tiempos de confusión y desorden, no es raro ver a cristianos, a católicos –también los hay en el clero- que tienen siempre las palabras de término medio, conciliación, y transacción. Pues bien, yo no titubeo en declararlo: estos hombres están en un error, y no los tengo por los enemigos menos peligrosos de la Iglesia. Así como no es posible la conciliación entre Dios y Belial, tampoco lo es entre la Iglesia y los que meditan su perdición. Sin duda es menester que nuestra fuerza vaya acompañada de prudencia, pero no es menester igualmente, que una falta de prudencia nos lleve a pactar con la impiedad. No, seamos firmes: nada de conciliación; nada de transacción vedada e imposible”.
Beato Pío IX. 17 de septiembre de 1861
“Esas máximas perniciosas llamadas católico-liberales, éstas, sí, éstas son verdaderamente la causa de la ruina de los Estados. Existe un mal más temible que la Revolución, que todos los miserables de la Comuna, especie de demonios escapados del infierno que propagaron el fuego en París, y es el liberalismo católico. Él es la verdadera plaga. Lo he dicho más de cuarenta veces, lo repito por el amor que os tengo”
Beato Pío IX. 18 de junio de 1871
“Si bien los hijos del siglo son más astutos que los hijos de la luz, serían sin embargo menos nocivos sus fraudes y violencias, si muchos que se dicen católicos no les tendiesen una mano amiga. Porque no faltan personas que, como para conservarse en amistad con ellos, se esfuerzan en establecer estrecha sociedad entre la luz y las tinieblas, y mancomunidad entre la justicia y la iniquidad, por medio de doctrinas que llaman católico-liberales, las cuales basadas sobre principios perniciosísimos adulan a la potestad civil que invade las cosas espirituales, y arrastran los ánimos a someterse, o a lo menos, a tolerar las más inicuas leyes, como si no estuviese escrito: ninguno puede servir a dos señores. Estos son mucho más peligrosos y funestos que los enemigos declarados, ya porque sin ser notados, y quizá sin advertirlo ellos mismos, secundan las tentativas de los malos, ya también porque se muestran con apariencias de probidad y sana doctrina, que alucina a los imprudentes amadores de conciliación, y trae a engaño a los honrados, que se opondrían al error manifiesto.
Beato Pío IX. 6 de marzo de 1873