
El 30 de mayo de 1919, Alfonso XIII consagró España al Sagrado Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles, inaugurando un monumento que después fue salvajemente tiroteado por los milicianos luciferinos, hordas de una República que se proclamaba «paraíso» de la libertad y la democracia.
Alfonso XIII fue un rey inepto y cobardón, incapaz de defender su trono del golpe de estado con el que le derribaron los republicanos en 1931, capitaneados por Maura y Romanones, felones monárquicos, al igual que el general Sanjurjo, director general de la Guardia Civil en abril de 1931, a la cual dio órdenes de no intervenir ante los disturbios se produjeron durante el pucherazo, dado que las elecciones las ganaron los monárquicos por amplia mayoría.
Sin embargo, la consagración de España fue un gesto heroico que vale por todo su reinado, ya que la masonería amenazó con derribarle en el caso de que lo hiciera. Y lo hizo.
Traigo a colación este hecho, porque es un hecho más que demuestra que, a través de la historia de España, la monarquía ha estado indisolublemente unida al catolicismo, del cual ha sido brazo defensor. Pero, como era de esperar en estos tiempos de laicismo avasallador –que cada vez degenera más en luciferismo puro y duro–, también la monarquía actual ha abandonado sus genes católicos, para pasarse a las filas del secularismo. O sea, que ni la monarquía, ni la Iglesia ni el ejército –nuestra tríada capitolina, otra variante del «Dios, Patria y Rey» que ha sido la más genuina impronta hispana– son lo que eran, convertidos en meras sombras de lo que fueron, en Bellidos Dolfos que han traicionado su glorioso pasado.
¿Se conocerá el día de mañana a Felipe VI como «el laico»? Cuando fue entronizado rey, no hubo misa de coronación, ni juró su cargo ante una Biblia o un crucifijo, aunque, como hizo juramento, es de sospechar que indirectamente lo hizo ante el Altísimo. Tres días más tarde, organizó una misa privada en la capilla de la Zarzuela, y su primer viaje oficial fue precisamente al Vaticano.
Estos episodios posteriores a su coronación podrían hacer sospechar que Felipe optó por una ceremonia laica para ajustarse a los dictados constitucionales, pero esta hipótesis no se mantiene en pie si se tiene en cuenta que el acomodo con el laicismo ha sido sin duda una de las obsesiones de la Casa Real, hasta el punto de que su jefe, Jaime Alfonsín, ha dejado claro que deben desaparecer curas, bendiciones y cualquier referencia a la religión en cualquier inauguración o acto en el que participe Su Majestad. Da igual que en el organizador sea una institución católica no, el caso es que a Felipe y a la Leti les da verdadero pavor dejarse fotografiar con curas –la “Leti”… ay, Dios mío, ¡vaya reina!: progre, roja, protopodemita, atea, republikana… y hay más cosas, de las que no quiero acordarme–.
Una de las rarísimas ocasiones en las que la parejita se fotografió con curas fue con motivo del discurso que Felipe dirigió a la Conferencia Episcopal española por su 50 aniversario. De hecho, era la primera vez que rompía con su anatema contra los curas.
Por supuesto, su discursete estuvo enfocado hacia el sentido humanitario y filantrópico de la Iglesia, convirtiéndola así en una ONG más, por lo cual algunos comentaristas dijeron que su parrafada tenía tufo masoncete. Su idea central fue que «Más allá de las creencias de cada uno, se debe tender hacia la paz […] orillando aquello que genera división y discusión». Ole y ole.
Y es que Felipe ya apuntaba maneras desde su misma condición de Príncipe de Asturias. Por poner un ejemplo, durante la inauguración el 17 mayo de 2011 del centro de investigación CIMA, dependiente de la Universidad de Navarra, pusieron como condición para asistir que no hubiera ningún sacerdote para bendecir las instalaciones. Ante esta exigencia, el obispo de Pamplona tuvo que ir unas horas antes para proceder a la bendición.
Los discursos de Nochebuena de «Felipe el laico» son de un exacerbado laicismo, hasta el punto de que, en caso de haber un Belén, se muestra muy de reojo, poniendo todo el foco sobre el árbol de Navidad que haya en el escenario. Por supuesto, es inútil buscar cualquier referencia al carácter religioso de la Navidad, actitud que contrasta vivamente con las alabanzas a la tradición y la cultura cristiana de los discursos de la reina Isabel II, o el ex-primer ministro británico, David Cameron.
Con motivo del encendido de las luces navideñas en Nueva York, Trump hizo el 30 de noviembre del año pasado un discurso políticamente incorrecto, en el que dijo que «Cualesquiera que sean nuestras creencias, sabemos que el nacimiento de Jesucristo y la historia de esta increíble vida cambiaron para siempre el curso de la historia humana. Difícilmente hay un aspecto de nuestras vidas hoy en día que su vida no haya tocado: el arte, la música, la cultura, el derecho y nuestro respeto por la sagrada dignidad de cada persona, en todo el mundo». Chapeau. De estas cosas debería tomar nota Felipe «el laico», y la España «aconfesional». Y eso que fuimos el país más católico de la historia. Sic transit gloria mundi.
Incluso se da el caso –ciertamente epatante– de que líderes bolivarianos como Nicolás Maduro emitan un tuit navideño deseando «¡Que el niño Jesús nos dé sus bendiciones!» El presidente de Ecuador, Rafael Correa, otro de los mesías izquierdosos bolivarianos, en un video de felicitación navideña explicaba con frases del Papa Francisco las fiestas navideñas. Im-presionante.
Pero no hace falta recurrir a la fanfarria navideña para encontrar detalles religiosos en las autoridades de otros países, incluso los que más se caracterizan por su laicismo. Ahí tenemos el famoso «God save the Queen», que figura en el himno nacional inglés, himno de un país anglicano que persiguió a los católicos. Y nadie se rasga las vestiduras. ¿Se imaginan ustedes algo parecido en España?
Otro caso significativo es el juramento sobre la Biblia de la inmensa mayoría de los presidentes americanos –incluidos los presidentes masones de grado 33, o los que pertenecen a la siniestra orden Skull&Bones–, aunque el protocolo de las tomas de posesión no exija hacerlo. Y, claro, ¿qué decir del primer ministro de Polonia, que habla de «recristianizar Europa» como un punto esencial de su programa? Im-presionante.
Aunque la palma de este recontralaicismo yo se la daría nada más y nada menos que al mismísimo Vladimir Putin, quien gusta de visitar templos ortodoxos cuando viaja por el país, al que no es raro ver encendiendo velas en los altares, compartiendo frugales comidas monacales, o santiguándose con devoción ante las cámaras en las celebraciones en Nochebuena. Ver para creer.
¿Será por la aconfesionalidad que proclama la Constitución por lo que tenemos a «Felipe el laico»? ¿Será por el agnosticismo de la Leti?
Sin embargo, yo no llamaría «El laico» a Felipe, sino que su apodo podría ser muy bien «El jarretero»: en su reciente viaje al Reino Unido, Felipe VI fue nombrado por la reina Isabel segundo Caballero Extranjero de la Nobilísima Orden de la Jarretera, fundada en 1148 por Eduardo III, a la cual sólo pueden pertenecer la realeza británica y 24 caballeros –nombrados directamente por el monarca– que hayan destacado «por su servicio al Reino Unido».
También Juan Carlos pertenece a esta Orden, patrimonio de la casa Windsor. ¿Qué cuáles son las actividades de los jarreteros? Mejor correr un tupido velo, y que los lectores investiguen por su cuenta… Sólo diré, como pista, que la jarretera, aparte de ser una liga perteneciente a la lencería femenina, puede ser algo mucho más serio, de lo que ni quiero ni puedo acordarme…
Ante este panorama, no es de extrañar que las felicitaciones navideñas del Felipe y la Leti sean un monumento al laicismo más progre, donde no existe ni la más mínima alusión a la Navidad, dándose además el lujo de felicitarnos con un «Christma» bilingüe. O sea, que viene a ser algo así como «Happy Navidad». Multiculturalismo y laicismo a tope, oiga. Im-presionante.
¿A quién nos consagraría «Felipe el laico», si quisiera hacerlo? De seguro que el año que viene –cuando se celebra el centenario de la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús– el jarretero hará mutis por el foro. Es más, tengo fundadas sospechas de que nuestra Patria ha sido consagrada a algo o alguien desde las funestas calendas del 75: ¿Adivinan a quién? ¿Lo habrán hecho con nocturnidad y alevosía en Monte Pelado, y de ahí viene todo este lodo infecto de laicismo, toda la cochambre luciferina que devasta nuestra Patria? ¿Quién lo habrá hecho? ¿Habrá oficiado de siniestro hierofante toda la horda de políticos que han llevado a la España católica a este marasmo laicista que no puedo soportar más?
Para colmo, en los medios de comunicación y las películas navideñas no hay ni rastro de aquel niño judío que nació en Belén hace exactamente 2.024 años, llamado Jesús. También se han esfumado por ensalmo José y María, los angelotes y los pastores. En su lugar, nos machacan con el im-presentable Papá Noel, el gordo cocacolero de color rojo Rothschild –por supuesto, faltaría más—haciendo el ridículo con su barriga, sus postizos y sus grotescos ho-ho-hos… Y todo envuelto en copitos de una inexistente nieve, a ritmo de unos trineos y unos renos –incluso he visto osos polares en los centros comerciales– entre los que paseo indignado y estupefacto.
Por cierto, junto con la convocatoria de elecciones ya, la otra cosa que espero del im-presentable Pedrito Fraude es que me felicite alguna vez la Navidad, ya que tanto le pone felicitar a los muslimes con su encantador “kareem Ramadán”.
Y, para que no quede nadie sin recibir los suyo, ¿qué decir de la im-presentable Carmena, que, en nombre de la progresía luciferina, no pierde ocasión para adoctrinar a sus rebaños con su obsesión globalita por las bicicletas?: resulta que este año –en vez de camellos, que los pobres se estresarían, y levantarían las protestas de los animalistas—sus Majestades vendrán en bici. Toma ya.
Pero, a lo que vamos, con todo lo dicho concluyo afirmando que jamás podré rendir pleitesía a un Rey laico y progre que no representa en lo más mínimo el ancestral catolicismo de mi Patria, ya que mi carácter monárquico es muy diferente, puesto que, además de estar acrisolado en Isabel la Católica y los reyes –o aspirantes– enraizados en la fe y la tradición española, se concreta en esta proclama: «¡Viva Cristo Rey!».
Laureano Benítez Grande-Caballero