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CODA: ACTUALIDAD DE MENÉNDEZ PELAYO

Llegados a este punto, urge extraer algunas conclusiones, cuyo inusitado alcance
difícilmente podría dejar indiferente a alguien. La primera, e inevitable, sobre la cual se
desencadenarían todas las restantes, hace referencia a nuestro incierto momento
presente: inmersos como estamos en la llamada “era de la información”, o lo que es lo
mismo, en un mundo caótico en el que el orden del discurso ha sido abolido,
limitándose todo a una multitud de fragmentos inconexos, de filosofías “blandas”, de
verborrea vacía, la marmórea y monolítica obra del polígrafo aparece ante nosotros
como tabla de salvación, lugar sereno y armonioso en el que todavía puede uno
refugiarse en mitad del ensordecedor griterío del mundo.

Acudir a Menéndez Pelayo hoy no es ya mera cuestión ideológica, ni siquiera política; es, ante todo, una cuestión
estética, y desde cierta perspectiva infectada de modernismo, un anacronismo entendido
como afirmación del sujeto pensante. Por eso, cuando leemos a Menéndez Pelayo, no
podemos evitar traer a nuestro recuerdo la figura -oculta como está entre sus líneasde Schiller, y con él los principios de la actividad lúdica, el instinto de juego, algo en
apariencia gratuito, pero que constituye la actitud más honda y valiosa del ser humano.

Toda la obra del montañés ha sido escrita desde ese constante y renovado
sentido del juego, de la actividad lúdica y creativa; ese homo ludens del
que Huizinga reflexionó en su libro es el más desarrollado producto de la civilización.

Mucho más que un producto decimonónico periclitado por los modernos, Menéndez
Pelayo es el fruto perfeccionado del espíritu español antes de su disolución progresiva
en los torbellinos mediáticos del siglo XX. Por eso convendría rescatarlo y colocarlo
definitivamente en el canon del ensayo español, no tanto para recuperar o reafirmar la
identidad de lo español hoy tan cuestionada -por no decir denostada por los enemigos
de la Madre Patria-, sino para hacer justicia a una obra que, de haberse producido en
Francia o en Alemania, bien gozaría de un prestigio y una nombradía que en esta nación
olvidadiza como pocas no ha cuajado. No se trata desde luego de elevar a las esferas
celestes el juicio de autoridad de una celebridad, aceptado en virtud de su plomizo
prestigio, ni de la reivindicación de una gloria oficial del pasado, sino de una cuestión
estético-histórica que nos afectaría en lo más íntimo a cada uno de nosotros como
españoles: nuestra conciencia histórica. Si es cierto que sólo se ama lo que se conoce, de
mala manera podremos tomar conciencia de nuestra identidad española sumergidos
como estamos en una realidad informe y plana, a la par que múltiple y anárquica.

El concepto de “patria” no alude necesariamente a una nación, ni a una bandera,
ni a un himno: la patria, a lo sumo, es un paisaje, más geográfico que histórico, más
emocional que intelectual, ante todo religioso y espiritual. No es posible conocer ese
paisaje de la noche a la mañana, puesto que requiere de una educación estética y
religiosa, de unas inquietudes y un cultivo que nuestra época, saturada de televisores y
computadoras, de idolillos y negadores del ser, en ningún momento puede atender. Sólo
si entendemos primero la existencia humana como un ejercicio estético, podremos
entonces plantearnos el sentido último del ser: su sentido religioso. Pero este
entendimiento, como decimos, está hoy en peligro. Los enemigos de la libertad se han
multiplicado exponencialmente. El problema profundo, esencial, no es siquiera España,
ni la identidad de lo español, sino la dificultad múltiple que supone aproximarse a la
misma, a España, como realidad inteligible.

Nuestra época, todavía más embrutecedora y brutal que las previas, en las que
todavía quedaba un atisbo de esperanza, ha destruido para siempre esas pretensiones
ilustradas cuya ingenuidad ya no logra enternecernos. Hoy, donde casi todo no es sino
grosero utilitarismo maximizado, vulgar mercancía comprada con el precio de la sangre,
el ser humano está como perdido y a la deriva, envilecido, fragmentado. La llamada
globalización, y con ella la aniquilación de la identidad cultural de los pueblos y de sus
pobladores, ha igualado lo más excelso con lo más nimio. Asistimos a una tremenda
infantilización del mundo, a una progresiva e irreversible anulación de la voluntad del
individuo, anestesiado desde su nacimiento. Y en este contexto hostil, sobresaturado y
sobredimensionado, las grandes obras y los discursos íntegros apenas pueden tener
cabida.

Es el propio exceso, la hipertrofia de saberes, lo que ha conducido al
empobrecimiento, a la simplificación drástica. Uno de los frutos más patentes de la
simplificación no es otro que la especialización, sinónimo del siglo XX. A la larga, la
especialización, intelectual o no, es sinónimo de burocracia. Y la burocracia supone la
aniquilación del impulso creador, esencia constituyente del instinto de juego. El
burócrata especializado funda su método de trabajo en un sistema inmutable. Un artista,
un creador auténtico, un espíritu libre como nuestro polígrafo, difícilmente hubiera
podido escribir La ciencia española, la Historia de las ideas estéticas en España o
los Orígenes de la novela, de no negar la especialización misma a la que parecía estar
abocado: de esa multiplicidad de intereses, que haríamos bien de asumir como pura
diversión necesaria antes que como rutinario trabajo, surge el ejercicio lúdico en estado
puro. Las más prodigiosas producciones del espíritu humano así lo confirman, y no
hubieran sido posibles sin esa pasión por la pura inutilidad necesariamente
desinteresada.

La lectura de Menéndez Pelayo, la exploración de su pensamiento, nos conduce
irremediablemente a dos problemas cruciales y candentes: la identidad de lo español en
sus múltiples posibilidades (la idea de la Hispanidad) y, tras ello, la pervivencia de esta
identidad como posibilidad en el tiempo. Sobre esta última cuestión se funda el corazón
de su filosofía.

José Antonio Bielsa Arbiol

1 Comentario

  1. Concibo la hispanidad católica como un patrimonio intelectual y religioso pleno de vida, la que se alimenta de las fuentes de la antigüedad clásica y es fecundada por la fe cristiana. Esta síntesis vital tiende eternamente a florecer movida por su propia exuberancia. Por ello la hispanidad católica es vocación hacia objetivos que la trascienden en su realidad contingente, aquella que la alberga de modo concreto en su espacio geográfico-histórico, que construyó a lo largo de los siglos como monumento, testimonio y fruto de su genio propio. Esta vocación la llevó allende el océano hacia las tierras ignotas del Nuevo Mundo.
    La hispanidad católica guarda en sus entrañas ese temperamento intelectual que demanda una inquisición sobre la realidad, que no es satisfecha sino en el misterio de lo trascendente. Vocación universal en sus fuentes y en la intimidad de un acicate que la impele. El Espíritu sopla donde quiere. No le basta su morada, ha dado pruebas, SU VOCACIÓN ES EL MUNDO.
    HOY NO ES POSIBLE concebir un emprendimiento espiritual sino EN MEDIDA UNIVERSAL. No sólo porque no se puede obviar la realidad de un mundo de partes estrechamente en contacto, sino fundamentalmente por dos razones que se conplementan: la crisis general que afecta a la humanidad bajo distintas circunstancias políticas, culturales, religiosas, económicas, etc., y por otra, la necesaria universalidad de una respuesta que supere las desavenencias, evite el derrumbe y abra las puertas a un horizonte de unidad fundado en un espíritu nuevo que ilumine las cosas, las inteligencias y las voluntades conforme a la salud traída por la REDENCION. Acontecimiento único y decisivo que signó la historia de la humanidad en su realidad total. Nada escapa a este designio divino. Es el centro determinante de todos los acontecimientos, como un gran río sobre el que giran ramas y hojas, por momentos en sentido contrario a la corriente pero que en definitiva son arrastradas por las aguas según el curso que éstas siguen.
    Responder al curso de la Redención supone contar con la sabiduría cristiana, esa penetración de la realidad que no es alcanzada por la sola razón natural. Es indispensable contar con el instrumento intelectual-espiritual capaz de elevarse por arriba de las tinieblas y de los escombros, a fin de llevar la mirada de los hombres a realidades que vivifiquen la inteligencia ensombrecida por el racionalismo, que conmuevan los límites de la ciencia hasta las profundidades inteligibles de las cosas, que ausculte las voces sacras de todo lo creado, de todo lo que tiene ser; que transfigure lo profano de la humanidad y del mundo material objeto de sus preocupaciones en un mundo penetrado por el espíritu cristiano, vivificado por la gracia, hasta vincularlo a la Liturgia, que haga de él un nuevo Paraíso terrenal, donde Dios refleje su verdad eminente, su bondad santísima, por cuyos senderos pueda transitar como en los tiempos iniciales de nuestros primeros padres y recibir de los hombres y de la creación la gloria que debemos tributarle.
    No es posible, si es que alguna vez lo fue, tratar con la realidad como si lo creado fuera algo no estrictamente religioso, como de hecho lo es absolutamente. Nos hemos habituado a aceptar el mundo como algo independiente del acto creador que lo conserva en el ser. Si Dios interrumpiera este acto, el mundo desaparecería en la nada. El hombre ha olvidado con harta frecuencia, casi de modo habitual, esta verdad elemental y fundamental: que todo está vinculado ontológicamente a Dios de modo ininterrumpido. Ignorantes por falta de reflexión, tratamos con las cosas como si no fueran más que cosas, es decir, objetos materiales-temporales cuyo significado o interés para el hombre es o utilitario o meramente filosófico-científico-estético. La noción de misterio sacro está ausente de nuestra concepción corriente, conforme a la cual el universo gira sobre sí mismo, se agota en sí mismo, su inmensidad es suficiente para justificar su maravillosa existencia y significado para los hombres. Sin embargo, el universo se prolonga fuera de los límites exteriores de lo macro y de los límites interiores de lo ínfimo, en la inconmensurable, ilimitada, realidad de su inteligibilidad, es decir, de su consistencia supra-sensible, aquella que fluye ininterrumpida del magma incandescente de la sabiduría y poder de Dios Infinito que le participa el ser y la esencia contingentes.
    La hispanidad católica supone la presencia activa del hombre religioso, en tanto están enraizados su mente y su corazón en la conciencia cristiana, fruto de la gracia que le revela la presencia de Dios, vivificando, atrayendo y ordenando todo según su designo creador.
    Pareciera que una profunda, sabia y piadosa reflexión sea necesaria introducción a la gran tarea trascendente que está llamada a cumplir la hispanidad católica: derrotar las tinieblas y abrir el camino luminoso a un Mundo Nuevo que transfigure éste que parece llegar a su fin.

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