
Los inciertos albores del año 2019 encuentran a la Argentina sumida en una de las más graves crisis de su historia. No es solamente el estrepitoso fracaso económico del Gobierno que preside el Ingeniero Macri con sus secuelas de pobreza extrema, depresión de todas las actividades económicas y productivas, alta inflación, creciente endeudamiento, desocupación y sometimiento casi inédito al poder financiero y a la usura internacional.
Aparte de esto, y de mucha mayor gravedad aún, es el permanente e impiadoso asedio de un desembozado globalismo que está destruyendo las bases mismas de la identidad nacional y de la moral pública con la imposición despótica de toda suerte de ideologías corrosivas y disolventes como la ideología de género, el homosexualismo desvergonzado y el feminismo radical.
Súmese a ello la corrupción de nuestra niñez y juventud en las escuelas so capa de “educación sexual”, la legalización -de hecho y contra la misma ley positiva vigente- del aborto con su horrible máscara de muerte, la destrucción de la familia, la indisciplina social incontrolable, el desmantelamiento de la defensa nacional mediante la virtual liquidación de las fuerzas armadas, una justicia venal y amañada incapaz de poner freno a una delincuencia imparable y muchos más males que resulta largo y tedioso enumerar pero que están a la vista de cualquiera que quiera verlos.
Argentina es, por tanto, un país arrasado, devastado, quebrado moral y físicamente, envilecido al extremo, esclavizado a los peores amos del mundo globalizado, desprovisto de auténticos dirigentes y sometido a la tiranía de una clase política indocta, irresponsable, ineficiente y corrupta.
Pero se engañaría, y mucho, quien supusiere que este conjunto de desgracias es sólo atribuible al actual gobierno o a la pesada herencia del kirchnerismo. Sin duda que uno y otra tienen un alto grado de responsabilidad moral e histórica en la configuración de nuestra desgracia hodierna. Sin embargo, preciso es decirlo, el origen de todas estas calamidades se remonta más atrás y hay que buscarlo en el sistema político, si es que puede llamarse así, que desde hace treinta y cinco años viene enervando nuestra vida nacional. Nos referimos, desde luego, a la democracia instaurada en 1983 tras la retirada del último gobierno militar.
En nuestra Argentina hoy se cumple plenamente aquello que decía Maurras: la democracia no está enferma, ella es la enfermedad. Por tanto, ella lejos de ser una solución es parte del problema; y parte más que significativa. En consecuencia resulta por completo absurdo suponer que de las próximas elecciones generales, previstas para el mes de octubre de este año, pueda surgir solución alguna; y esto lo decimos sobre la base de la experiencia y de las razonables previsiones que pueden deducirse de los hechos. Claro que la Divina Providencia puede siempre obrar un milagro. Mas si nos atenemos a las meras previsiones humanas, las cosas son como acabamos de afirmar.
Esta incompetencia de la democracia no es sólo un fenómeno de la Argentina. En mayor o menor medida es algo que afecta a la mayoría de las democracias hoy vigentes en el mundo, sea en la variante liberal, sea en la variante populista o colectivista. Los regímenes democráticos instaurados a partir del fin de la Segunda Guerra se han ido configurando como sistemas en los que la auténtica representación de los ciudadanos se torna problemática. Es que en estas democracias los canales naturales de la representación y participación políticas están bloqueados al ser sustituidos por una oligarquía partidocrática que sólo vive gracias al auxilio de plutocracias, nativas o extranjeras, y valida de todas las técnicas modernas de captación y manipulación de la opinión pública.
Estas democracias se sitúan, por regla general, aunque hay excepciones, en las antípodas de aquella democracia a la que alude el célebre Discurso del Papa Pío XII, Benignitas et humanitas, pronunciado en la Navidad de 1944, cuando se avizoraba el fin de la Segunda Guerra y el triunfo de las democracias, aliadas al comunismo, ya era un hecho. Por eso creemos oportuno traer a la memoria, siquiera someramente, las enseñanzas de esa pieza notable de ciencia y de prudencia políticas cuya vigencia setenta y cinco años después es indiscutible.
Algunos analistas han cuestionado este Discurso aduciendo que, en rigor, no se trata de un texto ajustado a los cánones y a la terminología de la Ciencia Política tal como ésta ha sido elaborada por la Tradición filosófica. No vamos a entrar en este debate. De hecho, más allá de cualquier objeción que en este sentido pueda formularse, el texto del Papa Pacelli responde en todo a los principios fundamentales de una política cristiana y, por sobre todo, es una guía inmejorable a la hora de juzgar acerca de la legitimidad de cualquiera de las democracias hoy vigentes en el mundo.
El Papa, en efecto, recuerda en primer término que toda autoridad viene de Dios y que hay un orden natural en el que se funda la convivencia política. No se trata, por tanto, de la falacia de la soberanía popular, presupuesto básico de las democracias al uso. En segundo lugar, afirma que democracia tanto puede darse en una monarquía como en una república. Esta distinción es fundamental y es imposible no advertir en ella un eco de las enseñanzas de Santo Tomás: el Aquinate, como sabemos, propugna como el mejor régimen político un régimen mixto que reúna en si los tres regímenes legítimos: monarquía, aristocracia y democracia, en el que uno gobierna, unos pocos asisten y muchos (no todos) participan (cf. Summa Theologiae II-IIae, q 105, a 1). El punto, repetimos, es esencial pues se trata de una democracia integrada como parte o elemento de un régimen político superior, de suyo legítimo, y no de una democracia absoluta y absolutizada que en tanto se propone como el fundamento único de la política degenera inevitablemente en la tiranía como bien enseña Aristóteles en la Política.
En este marco conceptual, el Discurso apunta a dos aspectos básicos, a saber, qué características deben distinguir en una democracia, que el Papa califica de “sana”, tanto a los gobernados como a quienes gobiernan. Respecto de los primeros, la respuesta es contundente: una sana democracia exige la existencia de un auténtico pueblo y no una masa. El Papa distingue el pueblo de la masa en términos inequívocos: mientras el primero vive y se mueve con vida propia, la segunda sólo es movida desde afuera. Un pueblo es una realidad orgánica, jerarquizada y unida en tanto la masa es un mero conglomerado amorfo, inorgánico, fácil juguete de cualquier explotador de instintos y de pasiones.
Si se trata de los gobernantes, la exigencia no es menor: los hombres llamados a gobernar en una democracia que se pretenda legítima deben constituir una auténtica aristocracia, un conjunto de hombres intelectual y moralmente superiores en los que esplendan las más altas virtudes y las mayores competencias.
En consecuencia, la primera pregunta a la hora de evaluar una democracia es si se trata de un pueblo genuino o de una masa; y la segunda si quienes son elegidos para gobernar responden o no a los requisitos esenciales apuntados. ¿Los argentinos somos, hoy, un pueblo auténtico o más bien hemos sido reducidos a la triste condición de una masa amorfa, disgregada, sometida a la acción constante de una propaganda disolvente que idiotiza y anula toda posibilidad de ejercicio mínimo de la razón? ¿Dónde están esos hombres que se aproximen, siquiera de lejos, a las jerarquías intelectuales y morales a las que alude el Discurso del Papa?
Es evidente que ninguna de las condiciones que exige una democracia sana se da hoy en la Argentina. Hace más de sesenta años, en circunstancias similares a las actuales aunque no idénticas, Jordán B. Genta, una de las mentes más lúcidas del catolicismo argentino, en línea con el pensamiento de Pío XII, escribía en el editorial del número inaugural de la Revista Combate: No somos antidemocráticos y, por el contrario, nos entusiasma la idea de una democracia verdadera; pero ésta exige, por lo menos, una comunidad virtuosa, un pueblo jerarquizado en el bien común. Y nos resistimos a admitir que haya personas razonables que crean seriamente en esa posibilidad siquiera inmediata para nosotros. (cf. Nuestra definición, en Revista Combate, año I, n. 1, 8 de diciembre de 1955).
A la vuelta del tiempo y en circunstancias, repetimos, distintas aunque parecidas, nos vemos obligados a reiterar la afirmación de nuestro maestro y mártir. Lo hacemos aún a riesgo de exponernos a ciertas críticas, que no nos molestan pues las sabemos sinceras y amigas, la más frecuente de ellas se resume en la consabida pregunta: entonces si no es la democracia ¿cuál es la propuesta? ¿Qué otro camino se vislumbra?
Intentaremos responder. En primer lugar, si no hubiese camino alguno alternativo a la participación democrática eso no obligaría, necesariamente, a optar por ella toda vez que se trata de un mal. En ese caso habría que disponerse simplemente a resistir el mal que es la forma más perfecta de la virtud de la fortaleza. Pero entendemos que hay un camino, siempre hay un camino.
No es necesario pensar en términos de toma del poder político de hecho hoy imposible por fuera de las vías que permite la partidocracia. Es posible, por ejemplo, consolidar una fuerza social con el apoyo y la participación de lo que quede de sano en la Patria: familias, cuerpos intermedios, sectores de las fuerzas armadas, intelectuales, grupos empresarios, algunos sindicatos y los buenos pastores que puedan sumarse.
Nuestra propuesta es que en lugar de formar partidos políticos que participen en la próximas elecciones (que como lo muestra reiteradamente la experiencia sólo llevan al fracaso y al desgaste) o apoyar a algunos que parezcan menos malos, se ponga toda la capacidad de movilización, todo el empeño, el talento y la creatividad de los mejores en vista de la conformación de un movimiento social que sirva de fermento para una regeneración intelectual y moral de nuestra sociedad y que sea capaz de elevarla desde la condición de masa a la de pueblo a la par que permita el surgimiento de esas superioridades y jerarquías naturales que configuren, a futuro, una clase dirigente.
En Argentina tuvimos en los últimos años dos experiencias muy interesantes de movilización social. La primera, la del campo, se levantó contra la política confiscatoria del gobierno de Cristina Kirchner con pleno éxito ya que logró frenar esa política. La segunda, la más reciente, la “gran ola celeste” que tras una movilización que no dudamos en calificar de heroica frenó el intento abortista del macrismo.
La primera de estas experiencias acabó integrándose en la partidocracia; y fue el fin de su inmensa fuerza: apenas algunos legisladores (en general buenas personas). Hoy, el campo vuelve a ser víctima de una brutal agresión fiscal de hecho confiscatoria y hay algunos indicios de que las organizaciones agrarias están pensando en unirse y movilizarse de nuevo. El movimiento celeste intenta ahora hacer lo mismo que hizo el campo. Se han constituido varios partidos con vista a las elecciones. Esto ha llevado a su división, disgregación y progresiva pérdida de su espléndida fuerza social.
Desde luego que nos situamos en un plano eminentemente prudencial donde es posible más de un camino para llegar a un mismo fin. Podemos equivocarnos pero es lo que sinceramente creemos tras largos años de experiencia y de ser testigos de ensayos que siempre terminan en fracaso. Esto no significa ni oponerse ni desalentar la acción de la buena gente dispuesta a apostar una vez más al juego democrático. Es sólo una propuesta que ponemos a consideración de nuestros compatriotas.
Afirma Antonio Caponenetto: “Nuestra propuesta es que en lugar de formar partidos políticos que participen en la próximas elecciones (que como lo muestra reiteradamente la experiencia sólo llevan al fracaso y al desgaste) o apoyar a algunos que parezcan menos malos, se ponga toda la capacidad de movilización, todo el empeño, el talento y la creatividad de los mejores en vista de la conformación de un movimiento social que sirva de fermento para una regeneración intelectual y moral de nuestra sociedad y que sea capaz de elevarla desde la condición de masa a la de pueblo a la par que permita el surgimiento de esas superioridades y jerarquías naturales que configuren, a futuro, una clase dirigente.” Reconoce el prestigioso autor que existen grandes dificultades para alcanzar esta deseable solución a los males que la corrupción política ha traído a la Argentina. Es ésta una verdad indiscutible, humanamente no es fácil vislumbrar una solución a nuestra actual crisis moral, cultural y religiosa. También afirma Caponnetto: “Desde luego que nos situamos en un plano eminentemente prudencial donde es posible más de un camino para llegar a un mismo fin”. Aquí me permito añadir que hay caminos terrenales y otros celestiales, racionales, humanos, naturales, unos; otros sobrenaturales, poco transitados normalmente, extraordinarios. No son de modo alguno incompatibles, todo lo contrario, armonizan entre sí, son esenciales a nuestra condición humana, espiritual y cristiana.
Cuando observamos que no sólo la Argentina tambalea, sino también el resto del mundo, por razones distintas pero que tienen en común el error, la corrupción y la apostasía, y que no sólo el mundo es afectado por estos males sino también la misma Iglesia de Cristo, no podemos dejar de entender que tal conmoción universal se debe a alguna causa profunda que provoca toda suerte de males. A tal causa fundamental, San Pablo llama “el misterio de iniquidad” (II Tes 2,7). Si tal es la naturaleza de la cuestión, en verdad su solución sobrepasa la capacidad humana de los justos para resolverla, si bien tenemos siempre el recurso de apelar a la ayuda de Dios. No es de ahora, sino de 1846 cuando la Virgen de La Salette denunció los males que entonces aquejaban gravemente a la Iglesia y a la sociedad humana, cuando asimismo anunció que los males aumentarían y finalmente sería destruido “el rey de los reyes de las tinieblas” y precipitado con los suyos en el infierno. Setenta y un años después, en 1917, la Virgen anuncia en Fátima que “Al fin triunfará Mi Corazón Inmaculado”. Entonces cabe armonizar nuestra preocupación con estos anuncios de la victoria final sobre nuestros enemigos. Ciertamente, el enfoque de la cuestión adquiere una dimensión mucho mayor, de orden escatológico, pues, la Virgen describe la lucha final contra el dragón y su derrota definitiva. No podemos dejar de señalar la coincidencia absoluta entre estas advertencias de María y sus actuales mensajes dados al P. E. Gobbi (Movimiento Sacerdotal Mariano), así como los dados por Jesús y por la Virgen en San Nicolás (Argentina).
Entonces la respuesta al problema de la Argentina toma un carácter que, sin perder sus caracteres locales, se vincula a un acontecimiento escatológico en el que combate la Señora Vestida de Sol (Apoc. 12), esto es, la Virgen, contra las fuerzas coaligadas del infierno en su variadas formaciones. Es indispensable prestar debida atención a los mensajes dados aquí por la Virgen, porque en ellos nos manifiesta que la Argentina ha sido elegida por Su Hijo, que “le mandó detenerse aquí” para llevar a cabo una misión de alcance universal: la Conversión del mundo entero. No creo oportuno reiterar citas innumerables donde la Virgen se refiere a la necesidad de que “mis mensajes lleguen hasta los últimos confines de la tierra”; de que Ella permanecerá por siempre entre nosotros: “Mis vistas tuvieron comienzo, pero no tendrán fin”; de que el cristiano puede esperar “la Nueva Alianza que viene del Sur”; o las Palabras de Jesús: “Debe ser Mi Madre escuchada en la totalidad de sus mensajes”, “Quien rechaza a Mi Madre, a Mí me rechaza”, “Ha venido el Día,. ¿Y, no lo ven? ¿Ha venido la Misericordia. ¿Y, no la aceptan?”. Todas estas revelaciones, como las llama María, convocan a los más responsables de nuestro pueblo a informarse, reflexionar y obrar en consecuencia bajo la dirección de nuestra Madre.
La Iglesia de la Argentina tiene un deber grave de responder al llamado de Cristo y de María. Su testimonio debe resonar en toda la Iglesia, como voz que sacuda la asedia que detiene el espíritu misionero de la Iglesia, que debilita al extremo su capacidad de respuesta a la ofensiva del demonio.
María viene a despertarnos, a iluminarnos con su Aurora que irradia la Luz de la Gloria de Cristo que viene, que ya se manifiesta en el horizonte de la Iglesia, de la humanidad y del universo.
Declaremos derrotado al enemigo, está boqueando en sus últimas ofensivas. Proclamemos la Victoria de María sobre la serpiente infernal. Liberemos a la Argentina de temores, de desalientos, y abramos un camino de recuperación, de respuesta a esta elección de Dios, asumamos la responsabilidad que María nos demanda ante el mundo. Es un camino no terrenal, nos viene del cielo, avancemos por él de las Manos de María.
Un asunto de tanta relevancia para un argentino, como el que trata aquí el doctor Mario Caponnetto, mueve a agradecer su sabio, objetivo y patriótico análisis de los problemas que aquejan a nuestra Patria. Asimismo mueve a reconocer que se cumple el anuncio de nuestro excelente amigo don Javier Navascués Pérez de contar para HISPANIDAD CATÓLICA con un buen número de colaboradores reconocidos por su autoridad intelectual.
Nuestro autor reconoce que existen reservas entre los argentinos que hacen posible organizar una fuerza capaz de desalojar esta conjura internacional anti-patria que desde mucho tiempo se ha apoderado de los sucesivos gobiernos bajo el rubro de la democracia. Cuando comprendemos que tal conjura responde a un plan trazado y dirigido por el demonio, el asunto requiere un examen extremo. De lo cual resulta evidente que el problema argentino se relaciona con el problema universal del combate que libra la Virgen, la Señora Vestida de Sol (Apoc 12) contra el dragón. Entendemos porqué María plantó aquí en San Nicolás un mojón ante el cual no es posible retroceder ni dudar. Se nos pide responder al llamado de María a “trabajar por mi Causa”, que no es otra que la Conversión del mundo. La Argentina emergerá bajo la potente Luz de la Aurora de María que nos irá señalando lo que debemos hacer, y nos proveerá los medios que nos permitan entrar en posesión real de los bienes cuantiosos que la Providencia puso a nuestra disposición para responder a su designio. Entonces descubriremos que a pesar de las ruinas causadas desde largo tiempo por los enemigos, subsisten hombres y mujeres sanos que atestiguan con su silencio humilde, casto, sobrio y pobre que caminan, trabajan, viven y aman en cumplimiento heroico de sus deberes diarios; no se preguntan por ellos, los aceptan y los cumplen. Gracias a Dios podemos reconocer entre nosotros este numeroso pueblo de buenos argentinos, laboriosos, no masificados, no aplastados por la prédica insidiosa de los voceros energúmenos al servicio del NOM; pueblo en el que brilla el sentido común, impenetrable al liberalismo ilustrado como al marxismo amanerado y subversivo; pródigo en hijos, contrario al aborto y a la depravación homosexual; cristiano, piadoso, que colma nuestros Santuarios marianos, tantos entre nosotros; que no desespera ante las adversidades, que olvida de inmediato sus sudores diarios para holgarse con su familia o con sus amigos en momentos que alientan su esperanza inquebrantable.
Sí, como lo reconoce don Mario Caponnetto, podemos y debemos buscar que nuestras gentes se constituyan como fuerza argentina, cristiana, combatiente y victoriosa, que concurra decidida bajo la Conducción de nuestra Madre a la edificación de la Argentina como parte fundamental del Descubrimiento.Tal como lo vislumbraron desde un comienzo quienes fueron y seguimos siendo parte de esta epopeya. Junto con nuestros hermanos indo-ibéricos y con nuestra Madre Patria España debemos concretar la vocación profética del Nuevo Mundo: realizar el Segundo Descubrimiento, el del NUEVO MUNDO que viene. Entonces, la Argentina podrá entrar en el merecido descanso de Dios.