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A fray Luis de León el papa se negó a llevarlo a los altares (así se decía una vez: “llevarlo a los altares”), alegando que, cuando los restos fueron exhumados, su mortaja apareció horriblemente desgarrada. Los investigadores concluyeron que el candidato a santo fue enterrado vivo, lo que lo llevó al desespero.

Explicaron entonces que la condición esencial de la santidad es la paciencia y, sin más, ordenaron archivar el proceso. ¿Y qué querían? ¿Que se resignara y aceptara esa muerte horrible como un paso feliz hacia la gloria eterna? Si así fuera varios santos, entre ellos San Francisco de Asís, san Judas Tadeo, santa Teresa de Jesús, nuestro san Ezequiel Moreno estarían en el más profundo de los infiernos.

¿Por qué? Porque a San Francisco lo desesperó el lujo del pontificado y la riqueza de las órdenes religiosas; porque a san Judas Tadeo lo desesperó la mezquindad de algunos nobles señores; porque a santa Teresa de Jesús la desesperó la pasividad de sus hermanas en religión y a san Ezequiel Moreno y Díaz lo desesperaron los liberales de su diócesis de Pasto etc.

Por eso quienes rechazaron a fray Luis en el proceso de marras se equivocaron de medio a medio. Fray Luis fue un místico de altos quilates, y el insignificante desgarramiento de un sudario no tiene porqué devaluar de un solo golpe su vida austera o su inspirada traducción del Cantar de los Cantares o su minuciosa Exposición del libro de Job, escrita, cómo no, en la cárcel, o sus inolvidables poemas (Noche serena, Vida retirada…)

Fernando Garavito

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