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Siguiendo el artículo anterior, prosigo éste igualmente atónito por la gravedad de
las circunstancias. ¿Qué podemos hacer con una generación perdida? ¿Cuáles son
los valores que se han inculcado? Tal vez haya que echar la vista atrás y analizar las
cosas.

Desde los años ’80 se empezó a conceder “derechos” que no eran tales. A partir de
finales de los ’90, con la privatización de nuestra banca nacional y entidades
públicas, comenzaron los créditos fáciles. Y eso provocó un cambio en esa España
que se había criado en la humildad y en el esfuerzo.

Si comparamos al hombre de antes, de hace 50 años con el de hoy, las diferencias
saltan por los aires. Cualquiera de nuestros abuelos era trabajador, cumplidor, y
con su salario tenía claro su propósito: formar una familia, comprar una propiedad,
dejar descendencia y así futuro para el país. Se conformaban con su humilde Seat
850 en pos de ofrecer a sus hijos alimentos y adecuada vestimenta. Se vivía con lo
necesario, en paz y armonía. No faltaba de nada pero no había excesos. Y esto hacía
a la gente humilde y sencilla. Hombres y mujeres de verdad.

Nuestras abuelas eran mujeres íntegras: capaces de trabajar, o de llevar una casa.
Economistas del hogar, madres y maestras. No compraban en Zara Home o en
Massimo Duti, sino que confeccionaban, adaptaban la ropa del hijo mayor al
menor, zurcían y arreglaban cosas. El hogar era más ecológico que hoy. Y más
rentable y eficiente.

¿Y qué daba el estado hace 50 años? Mucho más que hoy. Para empezar una
protección a las familias que no tenían medios con un plan nacional de vivienda del
que se beneficiaron, entre otros, mis abuelos maternos, con casas a precio de
derribo y sin prisas para pagarlas. El estado te daba la tranquilidad de que las
grandes superficies no iban a dinamitar ni al comercio ni al pequeño empresario.
El estado te brindaba seguridad social, seguro por desempleo o viudedad, y sobre
todo, la continua estabilidad para poder vivir con tranquilidad. ¡Ay de la empresa
que despidiera al trabajador!

Y sé que las cosas no siempre han sido así, esto quizás sólo fuese de los 50 a los 70.
Pero es cierto que hay que sopesar los hechos, analizarlos de un modo dual y
bifronte, y asumir el pasado sin inventivas. Y contando con los testigos reales, no
con los sesgados shows televisivos.

El hombre de hoy, en cambio, es ese nieto de aquel abuelo. Es una involución, un
retroceso de su antepasado. El propósito del hombre de hoy es tener, poseer,
acaparar. Conozco jóvenes que acaparan bienes, ya sean coches, móviles, aparatos
eléctricos, etc. ¿noviazgo? No, mejor pareja, que eso del compromiso ya no se lleva.

¿Hijos? No, ni pensarlo, no está el horno para bollos y los hijos son caros.
¿Matrimonio? No, que hoy no se sabe cuánto va a durar, y total, estamos bien así, y
no es necesario pagar por un papel que diga nada.

Curioso, ¿verdad? Hemos cambiado noviazgo por pareja. Hemos suplantado el
matrimonio por arrejuntarse con “la parienta” o “mi pareja”. Hemos cambiado a los
hijos por perros (¡por Dios Bendito!). Hemos cambiado la familia por viajes a mil
sitios. Hemos cambiado los derechos reales por los derechos despertados por el
instinto de satisfacción inmediata. Hemos cambiado la humildad por un BMW X5 o
un coche eléctrico.

¿Y la mujer de hoy? Pues tres cuartos de lo mismo… Un retroceso a una indignidad
nunca vista. La mujer ha sido sacada del hogar para trabajar en el Primark por 600
euros al mes. La mujer ha sido el caballo de batalla de la publicidad más mundana,
más ordinaria, más descarada. La mujer es el trapo que se tira, pues hoy día las
relaciones valen tan poco, que hombres y mujeres se usan como un vulgar trozo de
tela que ya no sirve. Ahí ha quedado la dignidad del ser humano.

¿Y el estado? El estado es el gran ganador del juego. Como aquellos herederos que
rapiñan la herencia, el estado empezó hace unos 20 años a privatizar todo. Ahora
todo da beneficio. Todo es consumo. El Capital es nuestro nuevo dios, los centros
comerciales las nuevas catedrales, y el móvil es el nuevo becerro de oro que con
sumo cuidado llevamos en la cartera.

Sí. Así están las cosas. El pequeño comercio muere. Las ciudades han cambiado, ya
no está la tienda de la señora Manolita que vendía huevos. Ahora hay un chino. En
la tienda de tejidos ahora hay una empresa de Inditex que contrata por horas o por
temporada a chicas que han estudiado derecho. El bar de Paco ahora es un
McDonalds que contrata a chicos que se han tirado 10 años intentando sacar
económicas (sin éxito, por cierto). La ciudad se ha llenado de mendigos con perros
(es más “cool” pedir con un perro ya que compenetras mejor con los jóvenes de
hoy, esos padres de perrhijos). Los domingos no se ven niños en los parques, se
ven parejas con sus 3 o 4 perros. Perros sí. ¿Abuelos? A la residencia, que ahí van a
estar muy bien.

En definitiva, y en palabras de León Degrelle, vivimos el colapso de la patria, el
colapso de la familia, el colapso del orden social. En definitiva, el deseo por los
bienes materiales ha reemplazado a la gran llama del ideal que nos ha animado y
que ha conformado nuestra razón de ser.

España (y Europa, seamos realistas) ven pasar el tiempo, favorables a ese raptor
que ha sido el magnífico artífice de esta involución. Como diría San Pablo en su
carta a los tesalonicenses: el misterio de iniquidad, ese misterio por el que lo
bueno se presenta como malo, y lo malo como bueno. Durante muchos años se ha
mezclado el trigo con la cizaña, de forma subrepticia, con maldad y alevosía,
disfrazando el mal de bien y el bien de mal.

Que Dios reparta suerte, el futuro se torna decrépito, incierto y con vientos
favorables a la tribulación.

Antonio Gutiérrez