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El tiempo Cuaresmal es especialmente tiempo de penitencia y de conversión. Es un momento idóneo para reflexionar sobre lo efímero de la vida, la muerte y el juicio de Dios.

Es tiempo de conversión, de configurar nuestra vida con Cristo crucificado y de morir al mundo, al demonio y a la carne. Es tiempo de oración, de sacrificios, de hacer una buena confesión, de renunciar a las cosas exteriores que nos impiden crecer interiormente.

El cristiano que vive santamente une su propia muerte a la de Jesús ve la muerte como una ida hacia Él y la entrada en la vida eterna. Cuando la Iglesia dice por última vez las palabras de perdón de la absolución de Cristo sobre el cristiano moribundo, lo sella por última vez con una unción.

El que vive en pecado, pone en serio riesgo su salvación eterna porque generalmente como se vive se muere y son contados los casos en los que viviendo mal, hay un total arrepentimiento en la hora de la muerte. De todas maneras el pecador no debe desesperar ni dudar de la misericordia de Dios, eso sí debe poner de su parte para querer salir de esa situación de pecado.

La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (cf. 2 Tm 1, 9-10). El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cf. Lc 23, 43), así como otros textos del Nuevo Testamento (cf. 2 Co 5,8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23) hablan de un último destino del alma (cf. Mt 16, 26) que puede ser diferente para unos y para otros.

Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (cf. Concilio de Lyon II: DS 856; Concilio de Florencia: DS 1304; Concilio de Trento: DS 1820), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (cf. Concilio de Lyon II: DS 857; Juan XXII: DS 991; Benedicto XII: DS 1000-1001; Concilio de Florencia: DS 1305), bien para condenarse inmediatamente para siempre (cf. Concilio de Lyon II: DS 858; Benedicto XII: DS 1002; Concilio de Florencia: DS 1306).