
San José de Calasanz con cinco años de edad tuvo una gran osadía, quiso matar al mismo demonio. Su madre le hablaba mucho de las vidas de los santos y de la presencia del demonio como gran enemigo de las almas.
Lejos estaba de estudiar Teología donde aprendería que las criaturas angélicas, al ser sólo espíritus no pueden morir y una vez pasada la prueba se quedan para siempre en ese estado. Servidores de Dios o esclavos de Lucifer.
El niño en su inocencia tomó un cuchillo de cocina y se perdió entre olivares a ver si podía acabar con la vida del gran enemigo de Dios y del hombre. Cierto es que este hecho aparece en su biografía y lejos de quedarse en mera anécdota nos debe servir de lección en un mundo materialista que le cuesta creer en Dios, en los ángeles y en los demonios.
La presencia del demonio ha sido habitual en la vida de muchos santos, pues los seres del averno no pueden soportar almas tan entregadas a dar gloria a Dios y a hacer bien a las almas.
Recordemos que la existencia del demonio es dogma fe así como la existencia del infierno y su eternidad. Detrás de la elección desobediente de nuestros primeros padres se halla una voz seductora, opuesta a Dios (cf. Gn 3,1-5) que, por envidia, los hace caer en la muerte (cf. Sb2,24). La Escritura y la Tradición de la Iglesia ven en este ser un ángel caído, llamado Satán o diablo (cf. Jn 8,44; Ap 12,9). La Iglesia enseña que primero fue un ángel bueno, creado por Dios. Diabolus enim et alii daemones a Deo quidem natura creati sunt boni, sed ipsi per se facti sunt mali («El diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con una naturaleza buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos») (Concilio de Letrán IV, año 1215: DS, 800).
La Escritura habla de un pecado de estos ángeles (2 P 2,4). Esta «caída» consiste en la elección libre de estos espíritus creados que rechazaron radical e irrevocablemente a Dios y su Reino. Encontramos un reflejo de esta rebelión en las palabras del tentador a nuestros primeros padres: «Seréis como dioses» (Gn 3,5). El diablo es «pecador desde el principio» (1 Jn 3,8), «padre de la mentira» (Jn 8,44).
Es el carácter irrevocable de su elección, y no un defecto de la infinita misericordia divina lo que hace que el pecado de los ángeles no pueda ser perdonado. «No hay arrepentimiento para ellos después de la caída, como no hay arrepentimiento para los hombres después de la muerte» (San Juan Damasceno, De fide orthodoxa, 2,4: PG 94, 877C).