
Ante la exhibición de ultramaterialismo sexista que representó la manifestación del 8-M promovida por la izquierda, presidida y convocada por el respectivo manifiesto (que es el que da sentido a la manifestación), ¿quién con dos dedos de frente puede hablar de superioridad moral? Querrá decir de superioridad inmoral, ¿no? Porque ese manifiesto, con su respectiva manifestación de apoyo, es una exhibición “estentórea”, que diría Gil y Gil, de inmoralidad. Y si nos pasamos al día del orgullo de la sexodiversidad, el orgullo del sólo sexo, y cuanto más extra-vagante mejor, todo ello genuina creación de la izquierda, ¿hay alguien capaz de explicar dónde está la superioridad moral de la izquierda? No lo hay, porque eso es un dogma, un apriorismo que no necesita explicación, por más que la evidencia no nos muestre más que una horripilante superioridad inmoral de la izquierda.
Pero ay, como tantos en la Iglesia se han apuntado de corazón, de profundo corazón a la izquierda, como fuente única de legitimación del Evangelio, pues resulta que han quedado atrapados y silenciados. Y resulta que es la propia Iglesia a la que nadie le discutió la superioridad moral durante milenios, son los propios católicos los que al sostener el Evangelio -forzándolo- en dogmas de la izquierda, le transfirieron a ésta la superioridad moral que le habían otorgado milenios de judaísmo y de cristianismo. Una moral que arrancaba de la Ley de Dios, la de los Diez Mandamientos.
Las costumbres (mores en latín y ézos en griego, de ahí la moral y la ética) se justifican precisamente en su permanencia. Son buenas per se las que han sostenido a la sociedad durante muchísimo tiempo; y por ese mismo motivo se considera inmoral y mala per se la pretensión de cuestionar y alterar esas costumbres que han mantenido a la sociedad en pie. Y si la Iglesia ha plasmado esas costumbres en un código moral y en un catecismo, es porque se ha erigido en defensora de las buenas costumbres: de las costumbres que han resultado buenas para la sociedad durante tantísimo tiempo. Y es obvio que ésta es una superioridad moral objetiva e indiscutible. E igualmente objetivo e indiscutible es que atentar contra esas costumbres sobre las que hemos asentado la bondad desde siempre, es una flagrante inmoralidad.
Por eso, si la izquierda atenta por todos los medios contra esas costumbres y contra esa moral (¡hasta contra el cuarto mandamiento!), se gana con todo mérito la consideración de superioridad inmoral. Es eso en efecto lo que nos muestra la izquierda: superioridad inmoral insuperable. Justamente de eso tendría que presumir: de absoluta superioridad inmoral. No sólo eso, es que les repugna hablar y oír hablar de moral. Eso les suena a Iglesia católica. Y sin embargo se llenan la boca denunciando la inmoralidad de tales o cuales acciones, de tales o cuales personas. ¿Hay algo más aberrante? Les repugna la moral, les encanta que se proclame su superioridad moral y se dedican a denunciar la inmoralidad de los que no piensan ni actúan como ellos. Es que son así, les encanta cabalgar contradicciones.
Pero a todo eso, ¿quién le ha transferido el título de superioridad moral? ¡Quién va a ser! No pudieron ser otros que los mismos curas, quienes ostentaban legítimamente en nombre de la Iglesia ese título. Nada menos que el título de superioridad moral para quien ostenta el de la máxima superioridad inmoral absolutamente indiscutible. Tremenda irresponsabilidad de esos pastores, que decidieron hibridar el Evangelio con las doctrinas políticas más nuevas. Ansiosos de novedad, no entendieron que si querían innovar en cuanto a ética, a moral y a normas de conducta, sólo podían hacerlo yendo frontalmente contra los valores y las conductas que había sostenido el cristianismo (y antes el judaísmo) durante toda la historia en que nos construimos. Porque precisamente la Iglesia construyó esta potentísima corriente religiosa para ir contra las costumbres paganas, presididas por todo género de inmoralidades.
Y como en la bifurcación de caminos entre el bien y el mal no hay camino intermedio, he ahí que al rechazar el bien que nos venía de la moral, no ha habido más camino que el de la inmoralidad. Ésa es finalmente la gran novedad de la izquierda en cuanto a las costumbres: la inmoralidad y depravación ensayada durante tantos siglos y en tantas latitudes por el paganismo.
Y muchos de los que acudieron al Concilio Vaticano II con auténticos delirios de innovación, no encontraron mejor camino para renovarse y ponerse al día, que su paganización a través de la izquierda política. En efecto, el más espectacular resultado doctrinal y moral del Concilio visto desde el mundo, es que una gran multitud de clérigos y monjas se arrojaron con enorme exultación en brazos de la izquierda política, que surgió en la Europa cuyo centro era el Vaticano, como una fuerza de renovación no sólo humana, sino también cristiana. Infinidad de eclesiásticos se entregaron con pasión a acomodar la doctrina de la Iglesia a la doctrina marxista: la más extrema. Muchos de ellos tenían al melifluo y original comunista Ernst Bloch como gurú supremo de la inmanencia católica: el mundo tenía en sí mismo la semilla de su glorificación. No hacía falta la gracia.
Como ocurre siempre, las medias tintas que ofrecía el socialismo en versión socialdemócrata, tuvieron muy poco predicamento. Así que un sector muy considerable de la comunidad eclesial, se sintió como en su propia salsa cuando adaptó y sometió el Evangelio al materialismo dialéctico. Movimiento político -el comunismo- que al fracasar en su vertiente económico-social se decantó hacia las ideologías que hoy están defendiendo, y que no tienen absolutamente nada que ver con la idílica mejora de la sociedad que predicaron y en la que se justificaron. Han sustituido la lucha de clases por la guerra de los sexos, la doctrina de Lenin por la ideología de género y el materialismo histórico por el empoderamiento de las mujeres.
Y como el enrolamiento ya está hecho, y los enrolados se han quedado colgados de la brocha, pues ahí siguen contra toda lógica, contra toda fe y contra toda decencia. Porque ahí está esa caterva de clérigos, cual viejos rockeros, defendiendo la superioridad inmoral de la izquierda (vendida como redención de la humanidad) con el mismo empaque con el que en su juventud defendieron la superioridad moral de la Iglesia.
El tremendo disparate de esa clerecía fue regalarle como dote a la izquierda con la que se casaron, el inmenso patrimonio de la superioridad moral de que siempre habían gozado. Y así se encuentra hoy la Iglesia que parece que le han arrebatado la fuerza moral para denunciar las terribles inmoralidades en que está malgastando esa izquierda a la que tantos se entregaron, la superioridad moral que se había construido el cristianismo durante milenios. Eso sí que es despilfarrar el patrimonio acumulado por la Iglesia durante muchísimas generaciones.
La gran pregunta que nos queda pendiente, es: ¿Encontrará la Iglesia alguna forma de reivindicar y recuperar ante el mundo su ancestral superioridad moral? Sólo volviéndonos hacia Cristo y participando de su mismo destino:
“Después que se puso en cruz el Salvador, en la cruz está la gloria y el honor, y en el padecer dolor vida y consuelo, y el camino más seguro para el cielo.” No iba desencaminada Santa Teresa de Ávila cuando lo escribió, pero… ¿quién quiere subir a la cruz ahora… con lo cómodos que estamos?
Custodio Ballester Bielsa, pbro.
www.sacerdotesporlavida.info
Mensaje del LIBRO DE LA VERDAD de Nuestro Señor:
Sábado 27 de Julio de 2013
Es Mi Deseo que todos Mis queridos seguidores recen mucho para desviar el daño a las almas, a causa del crecimiento del ateísmo. El ateísmo no siempre se declara a sí mismo. Muy a menudo, las personas que han decidido, por cualquier razón, ya no creer en Dios, crean un sustituto.
Debido a la constitución del hombre, él debe buscar una causa para justificar su existencia. La maldición del humanismo es que exalta al hombre a los ojos del hombre. Todo lo que debe hacerse, según el humanista, es asegurar que las necesidades del hombre vienen primero. Mucha gente confunde el humanismo con el cristianismo. Cuando uno proclama la importancia de los bienes mundanos en la vida del hombre, cueste lo que cueste, a fin de evitar sufrimiento o pobreza, es fácil suponer que esta es una forma de amor por su prójimo.
Si decís que queréis poner fin a la pobreza, el desempleo y otras miserias, muchos pensarán que estáis hablando en Nombre de Dios. Mirad detrás de la máscara del humanismo y no encontraréis señales de Dios, ni oiréis Su Nombre mencionado. Aquellos que viven sus vidas como humanistas no aman a Dios. Solo se aman a sí mismos. También creen que todo lo que importa es el bienestar – generalmente bajo la forma de cosas mundanas – de la humanidad, como un medio para un fin.
Mientras que puede parecer caritativo, ser visto que os preocupáis por las necesidades del hombre, nunca podéis sustituir a Dios, al colocar las necesidades del hombre primero. Cuando hacéis esto, insultáis a Dios. El humanismo, mientras que tiene todos los signos exteriores de amor por Dios, no es lo que parece. Detrás de la máscara de amor se esconde un amor a sí mismo. El hombre morirá, su cuerpo se convertirá en polvo, su alma perdurará, sin embargo, el humanismo os ha hecho creer que el hombre es inmortal.
Tened cuidado cuando acojáis el humanismo, porque cuando lo hacéis, vosotros os aisláis de Mí.
Vuestro Jesús
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