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Un religioso que salía a pedir limosna por los pueblos tuvo que pasar la noche y parte de un día en una gran casa, habitada por una viuda, el hijo casado, la nuera y los hijos de estos. A la hora de comer el religioso observó cierta tristeza y malestar en la familia. Todos obsequiaban al buen fraile, todos hablaban con él, pero ellos entre sí no se dirigían la palabra. Después de concluida la comida, el religioso quedó un momento solo con la nuera, y no por curiosidad, sino por caridad, le preguntó: -¿Qué os sucede, hija mía? Veo aquí una tristeza que no comprendo. –¡Ay, Padre!- dijo la joven: -lo que sucede en casa es que tenemos en ella un verdadero infierno. Mi suegra tiene un genio atroz. Hace cerca de un año tuvimos una reyerta, y desde entonces no nos hemos hablado, ni nos hablaremos hasta el día del juicio.

-¿Y rezáis el Rosario juntas? –dijo el Padre. -Todos los días- contestó la nuera. –Mi suegra lo guía como ama de casa, y los demás la acompañamos en el rezo. -¿Y las dos juntas habláis con Dios, y con su Santísima Madre, durante el rezo del Rosario, y no os habláis después? ¿Y piensas tú que Dios, ni la Santísima Virgen os escuchan rezando con el corazón lleno de odio y de resentimiento? La joven bajó la cabeza y no contestó.

Antes de cenar rezaron el Rosario. Al fraile le pareció observar que la nuera contestaba con voz trémula y conmovida. Al decir el Padre “Ave María Purísima”, se levantó, cogió la mano a su suegra delante de toda la familia y se la besó, diciendo en voz entrecortada por las lágrimas: “Perdonadme, madre mía; os he faltado hace un año y os pido perdón, pues soy mal educada y poco cristiana. Toda la culpa es mía.” La anciana cogió entre sus brazos a la esposa de su hijo, y entre lágrimas y besos, dijo: “No, que es mía; pues tengo un genio que no me aguantarían los Santos del cielo.” –No, no, que soy yo la que he faltado, no haciéndome cargo de vuestra edad y de lo que habéis sufrido durante vuestra vida, y al fin y al cabo, nuestra disputa vino de que no queríais que se gastase el dinero, que de seguro no os llevaríais al otro mundo, sino que lo ahorrabais para vuestro hijo, y todo quedaba en casa. –De todos modos- intervino el religioso- resulta que erais dos personas buenas, y que el diablo se había metido en medio, teniendo bastante ganancia, y la Virgen del Rosario le ha obligado a huir.

El buen fraile se marchó al día siguiente. Un año después volvió a visitar a la familia. Allí todos estaban alegres, y vio a la viuda que tenía en sus rodillas a una criatura de pocos meses. –‘Hola!- dijo el religioso: -gente nueva tenemos. –Es una niña- dijo la anciana- que Dios nos ha mandado hace tres meses. Y se llama Rosario- dijo el ama joven. –¡Bendito sea Dios! –contestó el religioso. –Ahora ya podemos rezar el Rosario –dijo la nuera- ¿no es verdad, madre? No callarás- contestó la buena mujer, dando con la mano un golpecito en la mejilla a su nuera.

Al acostarse el religioso dio gracias a la Santísima Virgen por la felicidad de aquella casa; y al despedirse de la familia, el heredero le besó la mano. –Padre- le dijo –Dios trajo aquí a vuestra reverencia. Desde que usted dijo a mi mujer que Dios y la Virgen María no escuchaban en el Rosario a los que tenían rencor, esta casa, de un infierno que era, se ha trocado en un cielo, y todo se lo debemos a vuestra visita. –No, hijo mío, gracias sean dadas a Dios –contestó el fraile- y a la Virgen del Rosario.