
María siempre es una Madre dispuesta a dar consuelo en todas las desgracias y catástrofes que pasan. Pensemos con que alegría encontraron los bomberos la imagen de la Virgen en Notre Dame o como ha estado presente en desgracias naturales o en situaciones de guerra.
No hay nada más consolador que rezar el Santo Rosario en el lecho de un familiar enfermo o ya difunto encomendando su alma a la misericordia de Dios. La mirada de María es dulce, no reprocha, acoge con un corazón de Madre, dispuesto a sanar todas las heridas de falta de amor, de falta de cariño, humillaciones, frustraciones, soledades. María está dispuesta a dar todas las gracias necesarias de conversión para que después de este destierro veamos al fruto bendito de su vientre.
San Bernardo nos dice que si en nuestra vida atravesemos por un momento muy doloroso, si hay una tempestad en nuestra alma, no perdamos nunca la esperanza y miremos a la estrella, miremos a María.
Les animo a rezar esta preciosa oración a la Santísima Virgen, especialmente si se encuentran en un momento de mucha tribulación.
Oración de invocación al Santo nombre de María
¡Madre de Dios y Madre mía María! Yo no soy digno de pronunciar tu nombre; pero tú que deseas y quieres mi salvación, me has de otorgar, aunque mi lengua no es pura, que pueda llamar en mi socorro tu santo y poderoso nombre, que es ayuda en la vida y salvación al morir.
¡Dulce Madre, María! haz que tu nombre, de hoy en adelante, sea la respiración de mi vida.
No tardes, Señora, en auxiliarme cada vez que te llame. Pues en cada tentación que me combata, y en cualquier necesidad que experimente, quiero llamarte sin cesar; ¡María! Así espero hacerlo en la vida, y así, sobre todo, en la última hora, para alabar, siempre en el cielo tu nombre amado: “¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María!”
¡Qué aliento, dulzura y confianza, qué ternura siento con sólo nombrarte y pensar en ti! Doy gracias a nuestro Señor y Dios, que nos ha dado para nuestro bien, este nombre tan dulce, tan amable y poderoso.
Señora, no me contento con sólo pronunciar tu nombre; quiero que tu amor me recuerde que debo llamarte a cada instante; y que pueda exclamar con san Anselmo: “¡Oh nombre de la Madre de Dios, tú eres el amor mío!”
Amada María y amado Jesús mío, que vivan siempre en mi corazón y en el de todos, vuestros nombres salvadores. Que se olvide mi mente de cualquier otro nombre, para acordarme sólo y siempre, de invocar vuestros nombres adorados.
Jesús, Redentor mío, y Madre mía María, cuando llegue la hora de dejar esta vida, concédeme entonces la gracia de deciros: “Os amo, Jesús y María; Jesús y María, os doy el corazón y el alma mía”