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Cuando el Beato Enrique Susó, dominico, estudiaba en Colonia, hizo un pacto con su amigo por el cual si uno de los dos moría, el otro estaba obligado a decir cierto número de Misas por el difunto.

Acabados sus estudios, Susó se quedó en Colonia, mientras que a su compañero religioso lo enviaron a Suabia, donde murió al poco tiempo. Enrique se acordó de su promesa, pero como ya tenía encargadas otras intenciones de Misas, reemplazó el Santo Sacrificio por la oración, el ayuno y otras mortificaciones. Al cabo de cierto tiempo se le apareció su compañero en lamentable estado y le dijo gimiendo: “¿Así mantienes tu palabra, amigo infiel?”

Por entero turbado, el P. Enrique le respondió temblando: “¡Perdóname querido amigo!, pero como me hallaba impedido de decir la Santa Misa por ti, recé y me sacrifiqué mucho con esta intención.” “Esto no basta –le dijo el otro-, tu oración no es bastante poderosa para sacarme de estos tormentos. Me hace falta la Sangre de Cristo, esa misma Sangre que se ofrece en la Misa. Si hubieras guardado tu promesa, ya hubiera salido yo de esta prisión de fuego, y si todavía me quemo en ella es por tu culpa.”

El Beato Susó quedó lleno de dolor y de espanto, y fue a ver a su prior, al que le contó la aparición. El prior le ordenó que celebrara lo más pronto la Santa Misa por su amigo. Así lo hizo, y al poco tiempo se le volvió a aparecer el difunto para anunciarle su liberación y prometerle su intercesión en el Cielo.