
Una obra entre todas admirable existía trazada desde la eternidad en la mente del Altísimo; y no era la brillantez de infinitos soles, ni la pureza de los ángeles, ni el amor de los serafines, ni la hermosura del cielo la que así fijaba las divinas complacencias: esta obra fue MARÍA. Prevista estaba la caída del linaje humano, y decretado que la infinita misericordia satisfaciese a la eterna justicia, humanándose Dios mismo en el seno de una madre. ¡La criatura madre del Criador!, ¡misterio inconcebible de elevación y dignidad!
A ella debía corresponder la santidad de María. Dios la había escogido por su santuario viviente; Dios cuya imagen se había borrado de los espíritus más nobles, quiso presentar en una mujer el extremo de su amor y omnipotencia, y mostrar hasta donde puede sublimarse el frágil barro vivificado por su operación inefable. La angélica perfección iba a hermanarse con la humana debilidad, los suspiros de la tierra con los éxtasis del cielo. Así Dios volvía por su gloria, al paso que consultaba a su clemencia; al Redentor reservaba un digno tabernáculo, a los redimidos un modelo y una esperanza.
Y cuán grande debiera ser esta santidad, nos lo indica la inmortal grandeza que le sirve de corona. Jamás poder alguno de criatura se elevó tan alto en los cielos, jamás nombre tan augusto resonó sobre la tierra y estremeció los abismos: el trono de María solo es inferior al de su Hijo, y de antes de los tiempos le estaba preparado. Dios se recreaba en acercarla a su infinidad tanto como era dable, y en las gracias con que había de colmarla, y en las virtudes que habían de brotar de su riego, y en la gloria con que había de retribuirlas. Sublime fue la predestinación, cumplida la correspondencia de María.
Y nosotros también, aunque débiles mortales, tenemos altos destinos por objeto, copiosos dones por auxilio, palma inmortal por término y recompensa. Hijos de Dios, sólo por Dios vivimos, y en Dios sólo podemos descansar. Criados a su semejanza, redimidos con su sangre, alimentados con su cuerpo, amados con un amor inmenso, salimos de sus brazos para volver a ellos tras de breve peregrinación, y gozar de la vida eterna que es conocerle, amarle. Diónos un alma con que entender, corazón con que sentir, sentidos con que gozar; y a nuestras facultades más nobles, a nuestros afectos más vivos, a nuestras necesidades más vehementes, se ofreció Él mismo por objeto y satisfacción completa, rodeándonos de imágenes y destellos de estas mismas perfecciones, como de gradas para remontarnos hacia Él.