
Unidos por su inmenso amor a Cristo
conversan Pedro y Pablo ardientemente.
Es en Jerusalén tan alto encuentro
y es Pedro quien ejerce de anfitrión.
Se sinceran los dos. Pablo recuerda
con dolor y vergüenza su pasado
de atroz perseguidor de los cristianos.
«Que el Maestro aun así me perdonara
y en persona además a mí me hablara
es tal prueba de amor que me subyuga».
«Lo mío fue peor ‒le dice Pedro‒.
De entre todos me quiso como amigo
y yo lo traicioné, yo fui un cobarde.
La noche en la que más falta le hacía
la espalda le volví y desamparado
en manos lo dejé del enemigo.
No obstante a mí también me perdonó».
Lector que estás leyendo este poema,
de estímulo te sirvan los ejemplos
de estos dos grandes santos que supieron
enterrar para siempre sus pecados.