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Oh! ¡Qué hermoso desenlace tendrá nuestra vida si hubiéramos oído cuantas Misas pudimos!

LA SANTA MISA NOS PROCURA UNA BUENA MUERTE

Sea lo larga que queráis nuestra vida, carísimos; pero al fin hay que morir, y de la buena o mala muerte dependerá nuestra suerte feliz o infeliz para siempre: o eterno Paraíso o infierno sin fin. ¿Y será posible que tenga mala muerte quien en vida ha oído con frecuencia la Santa Misa? No, jamás. Lo dijo Jesucristo mismo a Santa Matilde.

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Aparecido un día Jesús a esta Santa, después de haberla consolado en sus tribulaciones espirituales, la aseguró plenamente de sus temores, diciéndole: “Sabe, ¡oh Matilde!, que quien tenga por costumbre oír la Santa Misa será consolado en la muerte con la presencia de los Angeles y Santos, sus abogados, que lo defenderán valientemente de las insidias diabólicas y expirará en paz su alma.”

¡Oh! ¡Qué hermoso desenlace tendrá nuestra vida si hubiéramos oído cuantas Misas pudimos!

La celebración de la Santa Misa tiene por sí misma gran eficacia para procurarnos una buena muerte. San Leonardo de Puerto Mauricio cuenta de una mujer pecadora, de Roma, la cual, olvidada de su eterna salvación, no pensaba sino en pecar y hacer pecar a otros, sin otro bien que el de hacer celebrar con frecuencia Misas.

Pasados muchos años, fue sorprendida de tan vivo dolor de sus pecados que, llegándose a los pies de su confesor, hizo confesión general, y poco después murió tan bien dispuesta, que dejó claras señales de su eterna salvación.

Nosotros, al presente, somos todos buenos cristianos; pero puede suceder que el demonio nos arrastre al mal y nos ponga en camino de perdición. Pues bien, recordemos que la devoción a la Santa Misa será un poderoso auxilio para vencer al demonio, convertirnos y tener una buena muerte. San Agustín nos asegura que quien oye bien y con frecuencia la Santa Misa no muere de muerte repentina, y aquí me place referir otro bellísimo ejemplo contado por San Leonardo.

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Erase un pobre viñador que mantenía su familia con el sudor de su frente, el cual acostumbraba llegarse cada día, antes de ir al trabajo, a oír la Santa Misa. Una mañana, yendo con tiempo a la iglesia para satisfacer su piedad, terminada la primera Misa, se quedó para oír otra, además de aquélla. Llegado a la plaza, se encontró con que todos los patronos habían ya cogido obreros, sin que quedase alguno que viniese en busca de él.

Volvíase, por tanto, a casa, del todo desconsolado, cuando se encontró con un señor que le preguntaba por la causa de su tristeza.

-¡Qué quiere! –repuso el viñador-. Esta mañana detúveme un poco más en la iglesia, y ya no he encontrado trabajo.

-No os apesadumbréis por ello- le dijo el señor-; antes bien, volveos a la iglesia y oíd otra Misa por mí, que yo os pagaré la jornada.

Fuese él muy contento a la iglesia, y no sólo una Misa, sino todas las otras que aún se celebraron oyó de muy buena voluntad por aquel señor, quien a la tarde le pagó buena jornada. De noche se apareció Jesús a aquel señor y le dio a entender que le hubiera, por su mala vida, precipitado en el infierno aquella misma noche, pero que le daba aún tiempo de hacer penitencia por las Misas que le había oído aquel jornalero. Y así, el mismo Redentor nuestro dio a conocer cómo la Santa Misa sirve eficazmente para escapar de una mala muerte repentina. Pero ¿cuánto más valdrá para este fin si va acompañada con la Comunión, que es llamada la señal segura del Paraíso?