
Los que pasan el tiempo de la Misa charlando o en continuas distracciones voluntarias, venden al demonio todo su fruto. Tal acaeció a una buena mujer, como se lee en el Espejo de ejemplos devotos.
Esta, para obtener de Dios una gracia que deseaba, prometió al Señor oír un gran número de Misas al año. Por ello, siempre que oía el toque de campana llamando a Misa, suspendía al momento sus quehaceres, y poníase al punto en camino. Vuelta a casa, para llevar cuenta de las Misas oídas, metía cada vez un haba en un saquito que tenía a buen recaudo. Al fin de año, fue muy alegre a abrir el saco; pero, con gran sorpresa suya, de tantas habas como había metido, no halló ninguna. Entonces, estupefacta y acongojada, se fue a quejar al confesor, quien le preguntó cómo había estado en la iglesia y con qué devoción había oído Misa. Ella tuvo que responder que de camino solía ir charlando y jugando, y en la iglesia lo había pasado muchas veces de chicoleo con ésta o con aquélla, y con el pensamiento fijo siempre en los quehaceres de la casa y del campo.
-Ahí tienes la causa- le dijo entonces el sacerdote- por la que se han perdido esas Misas: el demonio las tomó para sí. Dios quiere haceros ver que si no se hacen bien las buenas obras, se pierden.
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Un día, uno de aquellos cristianos que jamás oran, se quejaba a un santo religioso de que Dios no le concedía gracias. El religioso, para darle una buena lección, díjole:
-Tomad este cesto, e id a sacar agua.
-¡Perdón, Padre!; usted lo dice de burla. ¿Cómo quiere que traiga agua en un canasto?
-¿cómo queréis? –repuso el religioso- que el Señor os dé gracias si no se las pedís?
Cuando vamos a la iglesia, vayamos como quien va a sacar agua; llevemos, no un cesto, o sea distracción e indiferencia, sino un grueso cubo, o sea mucha piedad y devoción, porque la plegaria tendrá valor diferente según el mayor o menor fervor con que se haga.
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De un santo religioso se lee que mientras estaba un día rogando con devoción en la iglesia, donde se habían reunido muchas personas, vio con gran estupor unos ángeles inclinados sobre hermosísimos libros. Pero creció más su estupor cuando, reparando con atención, se dio cuenta de que unos escribían con letras de oro, otros con letras de plata, otros con letras de tinta simple y algunos con agua clara.
Tomando alientos, preguntó humildemente porqué, ¿y sabéis lo que se le respondió?: “Escribimos según la devoción y méritos de cada uno; en letras de oro, las oraciones de los más fervorosos; en las de plata, las de los menos fervorosos; en tinta, las de los poco fervorosos, y en agua clara, las de los de ningún fervor ni devoción.”
Si así es, propongámonos hacerlas de modo que desde ahora en adelante sean nuestras oraciones escritas siempre por nuestro ángel con letras de oro, y entonces seremos siempre oídos.