
San Gregorio Magno pidió un milagro eucarístico:
Había en Roma cierta noble y devota señora que amasaba con sus propias manos el pan que debía de servir para materia del Cuerpo adorable de Nuestro Señor Jesucristo. Entre los sacerdotes que se servían de las hostias de referencia, se contaba el Jefe de la Iglesia, S. Gregorio Magno. Cierto día que este Pontífice celebraba la santa Misa, y en la que debía dar la Comunión a la mencionada señora, al llegar a las palabras: Corpus Domini nostri Jesu-Christi, etc. tiempo inmediato a la recepción de la santa Hostia, riose desmesuradamente aquélla, tanto, que el Vicario de Cristo quedó sumamente escandalizado. No obstante, con toda la paciencia y tranquilidad de un santo, volvió las espaldas a la indevota y, adelantándose hacia el altar, dejando sobre él la sagrada Forma debajo de un limpio mantel, prosiguió la Misa. Concluida que fue, dirigiéndose de nuevo hacia la irreligiosa señora, preguntole la causa de aquella risa tan inesperada. Alegaba aquélla algunas frívolas razones, sin contestar directamente a lo que se le preguntaba, pues, notando que era objeto de las atentas miradas del auditorio se avergonzó de confesar la verdad. Viendo S. Gregorio que, por una parte no sacaba partido de la incrédula, y que por otra, el Dios de cielo y tierra era tan públicamente profanado, volvió con nuevas instancias a preguntarla el motivo que la indujo a reír; entonces la infeliz, no pudiendo resistir los mandatos del supremo Pastor, respondió que se extrañaba de que aquello que tenía en sus manos al darla la comunión fuese el verdadero Cuerpo de Cristo, según indicaban las palabras: Corpus Domini nostri, etc. siendo así que ella lo había formado y amasado. Frío quedó S. Gregorio al oír semejantes expresiones en una señora a quien él, no sólo tenía por cristiana, sino por muy devota.
Mas reanimándose, postrose en tierra, y adorando al Señor, le pidió con todo fervor no dejase aquella escena mal parada, pues le iba nada menos que su gloria; que los asistentes estaban escandalizados y que algunos dudarían tal vez del dogma de la Eucaristía. ¡Prodigio estupendo! En el mismo instante, apartándose el velo de los sentidos, vieron todos con sus propios ojos sobre el altar, en lugar de la Hostia que momentos antes estaba y que nadie la había tocado, un pedazo de carne en el que se traslucía la sangre que por su interior corría. Atónitos ante aquel hermoso prodigio, la incrédula señora confesó la fe, se convirtieron algunos herejes que presentes estaban al Sacrificio, y el pueblo todo confirmado en la fe de la Iglesia, dio solemnes gracias al Todopoderoso por haber corroborado el dogma Eucarístico. No paró aquí la bondad del Excelso, sino que, atendiendo segunda vez a las oraciones del Pontífice, quien solicitaba que la sagrada carne desapareciese de los sentidos, y que volviesen estos a contemplar la sagrada Hostia bajo los accidentes de pan, accedió a su petición, volviendo el Sacramento a su primitivo estado.