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Por Laureano Benítez Grande-Caballero

Extraído de su libro PARAPSICOLOGÍA DE LOS MILAGROS

El término “reliquia” procede del latín reliquiae, que significa “restos”. Son objetos asociados a un santo o a una persona considerada santa, aunque aún no esté canonizada. Suelen dividirse en tres categorías o grados: de 1er grado, cuando el objeto es un fragmento del cuerpo; de 2º grado, cuando el fragmento pertenece a algún objeto que el santo usaba durante su vida (ropa, rosario, crucifijo, etc.); de 3er grado, en el que se catalogan todos aquellos objetos que han tocado una reliquia de primer grado o la tumba de un santo.

Las reliquias son, pues, objetos evocadores. El poder máximo lo poseen los fragmentos orgánicos de la persona: cabellos, dientes, sangre, etc. Cuando alguien toca uno de esos objetos, puede conectar con la energía del santo al que pertenece.

Siempre han sido objetos de veneración en la devoción popular, que les atribuye poderes y facultades extraordinarias parecidas a las que el santo tuvo en vida. Desde el principio del cristianismo, los restos de los santos fueron considerados como una protección para la persona que los poseía, con una función similar a la de los talismanes. Poseer una reliquia se traducía en poseer una fuerza especial frente a lo adverso, por lo que se desató un gran afán por procurárselas al precio que fuera.

Los cuerpos de los mártires llegaron a ser lo más precioso y digno de veneración para los cristianos de los primeros tiempos. Ya desde la antigüedad se estableció la costumbre de que para consagrar un nuevo templo era preciso colocar bajo el altar reliquias de mártires o de otros Santos. Esta costumbre ha llegado hasta la actualidad.

La tradición popular también ha considerado las reliquias como una fuente de milagros especialmente sanaciones, y como una ayuda para conseguir la virtud. Además, constituían recuerdos visibles de personas queridas, de igual forma que nosotros nos esforzamos por conseguir objetos que han pertenecido a nuestros familiares.

No es de extrañar, por tanto, que durante ciertas épocas especialmente la medieval fueran objeto de un activo comercio, pues eran codiciadas tanto por los simples fieles como por las instituciones y corporaciones eclesiásticas. Éstas rivalizaban frecuentemente por asegurarse la posesión de las reliquias más preciadas, pues eran signo de prestigio, hasta el punto de que poseer las mejores reliquias aseguraba una feligresía más numerosa.

La fiebre por poseer reliquias hizo que éstas pasaran a tener un gran importancia económica e, incluso, política. Naturalmente, este fenómeno llevó a la falsificación de muchas de ellas, que hasta entonces sólo habían sido falsificadas por la excesiva imaginación popular, fruto de una fe crédula y supersticiosa propia de los primeros tiempos del cristianismo.

Sin embargo, aunque las reliquias han dejado de ser objetos de culto, en parte por la falta de confianza en su autenticidad, la iglesia guarda muchas de ellas como un recuerdo de la fe de los cristianos de otras épocas, como restos materiales que expresan las creencias de épocas pasadas, con lo cual el inmenso catálogo de reliquias vendría a ser parte constituyente del patrimonio etnográfico de una colectividad.

Pero la sospecha de fraude no se puede aplicar por igual a todas ellas. Mientras que la mayoría de las reliquias atribuidas a santos pueden considerarse auténticas, no ocurre lo mismo en el caso de las llamadas “reliquias mayores”, es decir, aquellas que se atribuyen a Cristo y a la Virgen, pues en estos casos confluyen un ansia mayor de la devoción popular y la práctica imposibilidad de disponer de objetos de autenticidad verificada.

Dentro de esta categoría tenemos a las reliquias “estelares”: la Santa Síndone (indudablemente la más importante reliquia de la cristiandad, indudablemente auténtica), el mítico Grial (actualmente en la catedral de Valencia, considerado como auténtico por los investigadores) multitud de lignum crucis, la corona de espinas, el velo de la Verónica, los clavos de la crucifixión, etc. El inventario de reliquias de este tipo es a la vez fascinante y divertido: trozos de la columna donde Cristo fue azotado, piedras del sepulcro, pajas del pesebre donde nació y hasta un fragmento del pañal del Niño Jesús, sandalias de Jesús, lentejas y pan sobrantes de la Última Cena incluso raspas de los peces multiplicados por Jesús, el cuchillo con el que Cristo fue circuncidado, la toalla con la que enjuagó los pies de los Apóstoles, el mantel de la Última Cena, el “verdadero” velo de la Virgen, de la cual se conservan muchos cabellos en varios sitios, leche de Santa Maria Virgen, lágrimas, etc.

También es digno de mencionar el expolio sistemático que la piedad popular ha llevado a cabo a veces incluso cruelmente con los cuerpos y las tumbas de los santos. En la segunda mitad del siglo IV empezó la práctica de fragmentar los cuerpos de los santos para repartirlos. Varios teólogos apoyaron la teoría de que por pequeño que fuera el fragmento mantenía su virtud terrena y sus facultades milagrosas. Baste recordar el caso de santa Teresa de Jesús, que fue literalmente descuartizada al morir, y lo mismo le ocurrió a San Juan de la Cruz y a san Francisco Javier.

Aunque, en sentido estricto, un objeto no puede llamarse reliquia sino hasta después del fallecimiento de un santo, muchas veces el entusiasmo del pueblo con sus santos es de tal calibre que no espera al fallecimiento, sino que ya en la misma vida somete a los santos a un verdadero acoso con el fin de hacerse con algún objeto personal suyo. Podríamos llamarlas “reliquias pre-mortem”. Baste mencionar a este respecto el caso del Padre Pío de Pietrelcina, que sufrió en su vida las incomodidades de un acoso popular desmesurado, que frecuentemente le irritaba:

Mira lo que hacen —decía un día a su superior, mientras el P. Pío le enseñaba la cuerda cortada de su hábito y la capa, igualmente cortada a tijera por la gente—. Pero esto es paganismo.

Y a quien trataba de explicar esas conductas como señales de devoción, le respondía:

Sí, es cierto. Pero se me echan encima como hienas. Me aprietan las manos, me tiran de los brazos, me estrujan por todas partes para llegar a tocarme… Y yo me siento perdido y debo actuar con dureza. Soy el primero en sentirlo, pero, si no obro así, me matan.

Hoy en día, la veneración de reliquias parece un hecho devocional del pasado, más propio de la santurronería y la superstición que de la fe. Sin embargo, mucha gente no duda en utilizar talismanes y amuletos de tradiciones extrañas a nuestra cultura, buscando efectos mágicos, a la vez que menosprecian la tradición relicaria del cristianismo.

Sin embargo, la veneración a las reliquias auténticas está lejos de ser una superstición. Recordemos la mujer hemorroísa que acudió a Jesús y tocó su manto, diciéndose: «Si logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré».   Inmediatamente se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que quedaba sana del mal (Marcos 5,27-29). Ella no tocó el manto por el valor intrínseco del manto sino por tocar a Jesús. De la misma forma, tocamos las reliquias y las veneramos no por ellas mismas sino por el santo al que representan.

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