
Es una aberración dejar que los niños pequeños descubran la sexualidad por sí mismos y menos aún que sean adoctrinados en perversiones desde los colegios. Tampoco tienen que elegir el sexo como si se elije el color de una camisa…
Gracias a Dios en mi infancia no existía todo esto y crecimos más inocentes y sanos. Es más creyendo en los Reyes Magos y pidiendo coches los chicos y muñecas las chicas. Eso era lo normal, lo natural dentro de una España que conservaba bastante del catolicismo en sus costumbres, algo que fue desapareciendo paulatinamente por la revolución cultural que empezó Felipe González y que ningún partido después supo detener.
Es importante dar a los niños una formación en virtudes cristianas y llevar una vida ordenada y disciplinada. Es esencial que aprendan a conocer el valor de la pureza y de la castidad. Si se enseñan desde que son pequeños con naturalidad y reciedumbre, sin puritanismos, el niño se acostumbra a vivir la castidad como algo normal y ve muy feo y como una grave ofensa a Dios todo acto lujurioso.
La Iglesia nos enseña que la castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado (cf Si 1, 22). “La dignidad del hombre requiere, en efecto, que actúe según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberándose de toda esclavitud de las pasiones, persigue su fin en la libre elección del bien y se procura con eficacia y habilidad los medios adecuados” (GS 17).
El que quiere permanecer fiel a las promesas de su Bautismo y resistir las tentaciones debe poner los medios para ello: el conocimiento de sí, la práctica de una ascesis adaptada a las situaciones encontradas, la obediencia a los mandamientos divinos, la práctica de las virtudes morales y la fidelidad a la oración. “La castidad nos recompone; nos devuelve a la unidad que habíamos perdido dispersándonos” (San Agustín, Confessiones, 10, 29; 40).
La virtud de la castidad forma parte de la virtud cardinal de la templanza, que tiende a impregnar de racionalidad las pasiones y los apetitos de la sensibilidad humana.
El dominio de sí es una obra que dura toda la vida. Nunca se la considerará adquirida de una vez para siempre. Supone un esfuerzo reiterado en todas las edades de la vida (cf Tt 2, 1-6). El esfuerzo requerido puede ser más intenso en ciertas épocas, como cuando se forma la personalidad, durante la infancia y la adolescencia.