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En la vida de San Juan de Limosnero se lee que vivían en Alejandría de Egipto dos obreros del mismo oficio. Uno tenía que mantener numerosa familia y andaba, con todo, holgado en sus ganancias. El otro no tenía hijos, trabajaba día y noche, y hasta los días de fiesta, y hallábase, aun así, siempre en la miseria. Viendo la prosperidad del compañero, se le acercó y le preguntó por el secreto de su fortuna. Prométele aquél manifestárselo a condición de que al día siguiente, muy de mañana, se encontrase con él. El mísero obrero lo aceptó de voluntad, y al día siguiente, a la hora fijada, fue a encontrarse con su compañero, el cual lo condujo a la iglesia a oír Misa, repitiendo esta acción durante tres días seguidos.

Cansado al fin aquél:

-Amigo –comenzó a decirle-, el camino de la iglesia lo conozco, y en cuanto a oír Misa cada día, no tengo tiempo que perder. Si quieres ser fiel a tu promesa y manifestarme el secreto de tu fortuna, bien; si no, quédate con Dios.

Entonces el obrero afortunado, volviéndose a él con afecto, respondió:

-Ve, amigo mío, el secreto que tengo para andar bien en este mundo, que no es otro precisamente sino llegarme cada día a oír Misa. Sé muy bien que es por ella por lo que el Señor bendice mi trabajo y me da fortuna. Oye también tú cada día la Santa Misa, y verás cómo cambian las cosas de tu casa.

Y de hecho sucedió así, porque, comenzando a oírla cada mañana, tuvo trabajo, pagó deudas y puso su pobre casa en buen estado.

¿No lo creéis, carísimos? Si no lo creéis, haced la prueba por un año. Oíd durante ese tiempo cada mañana la Santa Misa, y si vuestros intereses materiales no toman mejor cariz, quejaos entonces de mí.

Sigamos el ejemplo de los grandes hombres: Cristóbal Colón, Tomás Moro, Juan Sobieski, los cuales ponían su mayor confianza en la Santa Misa y en la Comunión.

***

En 1763, la ciudad de Viena estaba sitiada por los turcos; perdida toda humana esperanza, se temía la ruina y la muerte. La mañana del 12 de septiembre, día decisivo para la batalla, el general Juan Sobieski, lleno de fe en Dios, iba a la iglesia y en ella oía Misa, ayudábala él mismo y comulgaba. Al final, recibida la bendición del sacerdote, lleno de entusiasmo, se lanza con los suyos al combate. Hace prodigios de valor, desbarata al ejército enemigo, lo derrota y alcanza la más espléndida victoria.

¿Queremos fortuna?, repito: Lleguémonos al medio más seguro, que es la Santa Misa, y añadamos, si es posible, cada vez la Comunión.