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Todo el mundo en Portugal parecía haber oído las noticias procedentes de Fátima. Los periódicos católicos diocesanos comenzaron a publicar artículos cortos en los que se reflejaba una nota de prudente reserva; el título, por ejemplo, de uno aparecido en El Ouriemse, de Ouriem, era: “¿Aparición real o supuesta ilusión?” Más generosa en su extensión dedicada al tema, ya que no en su aprobación del mismo, fue una Prensa secular dedicada casi por completo y abiertamente a la revolución anticatólica. Los editores de la tradición jacobina de 1789 acusaban descaradamente al clero, y particularmente a los jesuitas, de haber inventado la historia para volver a ganar el prestigio que habían perdido en la revolución de 1910. El anticlerical O Seculo, principal diario de Lisboa, publicó un relato sarcástico y desfigurado el 21 de julio, bajo el título “Un mensaje del cielo: ¿Especulación comercial?” Periódicos liberales de un tinte más moderado recurrieron suavemente a la psicosis, la epilepsia y la sugestión colectiva como posibles explicaciones del cuento increíble sucedido en Serra da Aire. Un lector al azar de la Prensa diaria podía deducir que el resultado neto de todo ello había sido provocar un nuevo y rudo ataque contra la Iglesia. Si los niños analfabetos de Aljustrel y sus familias quedaron un poco al margen del escándalo provocado, no pudieron escapar de las hordas de peregrinos devotos, cazadores de reliquias y meros buscadores de sensaciones que alteraban cada vez más su tranquilidad. De algunos les daba lástima: pobres desgraciados, quebrantados por la necesidad, las penas o algún mal incurable, que a menudo recorrían descalzos grandes distancias, completando a veces el último kilómetro de rodillas, que sangraban, para elevar sus preces a la Santa Virgen en solicitud de algún favor, de alguna cura. Encontraban más difícil tener paciencia con algunas de las personas ricas y bien alimentadas, elegantemente vestidas y ostentando pieles y joyas, que aparecían de pronto en carruajes o aun en automóviles, procedentes de puntos tan lejanos como Oporto o Lisboa, bien para pedir alguna merced del cielo — ¡pues ni aun los ricos están satisfechos! — o para divertirse con una nueva maravilla. Tío Marto los recuerda bien: “¡Qué preguntas hacían! Ai, Jesús! Algunos de ellos eran terribles: “¿Tenía también Nuestra Señora cabras y ovejas cuando era niña?” “¿Comió alguna vez patatas Nuestra Señora?” ¡Qué preguntas! Era un escándalo, un completo escándalo”.

A Francisco, como a su padre, le disgustaba la estupidez complaciente de los nababs y todos los interrogatorios y caricias a que le sometían. Un día se dirigió a Jacinta, diciéndole:

¡Es una lástima que no te mantuvieses callada! Entonces nadie lo sabría. Si no hubiese sido mentira —añadió pesaroso—, podríamos haber dicho a todo el mundo que no vimos nada, y eso habría sido el final de ello.

Después de cierto tiempo comenzaron a desplegar cierta habilidad para evitar las molestias que les proporcionaban las personas curiosas y zalameras, tan difíciles de ser eliminadas. Con una sola mirada las adivinaban desde lejos. Un día vieron un grupo de, señoras y caballeros distinguidos que descendían de un automóvil en la carretera de Aljustrel a Fátima. No había duda de su condición social, pero era demasiado tarde para evadirlos: las señoras los habían visto ya y se aproximaban con sonrisas demasiado familiares.

¿Dónde viven los pastorcitos? Los que vieron a Nuestra Señora. Los niños dieron las direcciones exactas de sus casas. Los visitantes les dieron las gracias y descendieron por la colina, mientras los tres, riéndose de su estratagema, saltaron la tapia y corrieron a ocultarse entre los olivos, detrás de la casa de los Abóbora.

¡Siempre debemos hacer esto! —dijo Jacinta con gran satisfacción. En aquel período había muchos sacerdotes entre los peregrinos. Y la mayoría de ellos, a pesar de las acusaciones de la Prensa anticlerical, eran escépticos y aun hostiles. Sacerdotes conocedores de la teología, comprendían muy bien el daño que el fraude o la decepción podían infligir a la Iglesia, y sabían hacerles muchas preguntas más hábiles que las de los escépticos laicos. La mera vista de una sotana negra en la lejanía del camino, servía de señal de aviso para actuar instantáneamente. “Cuando veíamos venir a un sacerdote, escapábamos siempre que podíamos — escribió Lucía—. Cuando nos encontrábamos en la presencia de un cura, nos preparábamos para ofrecer a Dios uno de nuestros más grandes sacrificios.”

Afortunadamente, había excepciones. Una de éstas, que más tarde gustaban de recordar, era la visita del jesuita Padre Cruz, que vino directamente de Lisboa para investigar lo que había oído. Cuatro años habían transcurrido desde que él había dicho a Lucía en su primera confesión: “Hija mía, tu alma es el templo del Espíritu Santo. Mantenla siempre pura…” Y aunque era un anciano prematuro y encorvado más de lo corriente para sus años, aún hacia escapadas, sin dinero alguno encima, predicando y dirigiendo almas que parecía descubrir al instante con sus pequeños ojos, perspicaces y benévolos. Después de interrogar un rato a los niños, les persuadió, como pudiera haberlo hecho un buen policía, que lo llevasen al sitio precioso donde habían visto a Nuestra Señora y que representasen ante él todo lo que habían hecho y dicho.

Durante el camino —recuerda Lucía— marchábamos a uno y otro lado de Su Reverencia, que iba montado en un burro tan pequeño, que sus pies casi rozaban el suelo.” Fue un viaje largo y molesto para él y aburrido quizá para ellos; pero mereció la pena, pues el Padre regresó convencido de que le habían dicho la verdad. Les enseñó muchas jaculatorias que probaron ser útiles y consoladoras. Y desde ese día fue el defensor decidido de ellos. Desgraciadamente, esto no logró la conversión de la familia de Lucía. Sus miembros se mostraron más intransigentes que nunca desde la aparición del 13 de julio. En un principio su padre se había desentendido de todo lo que pasaba, declarando que se trataba de “cuentos de mujeres”. Pero después pasó de la neutralidad a la hostilidad franca, el día en que fue a inspeccionar sus huertos en Cova da Iria y vio lo que las multitudes habían hecho de ellos. Miles de pies habían pisoteado la tierra en tal forma, que todo cultivo se hacía imposible; los caballos se habían comido sus coles, judías y hojas de patatas; toda su labor había sido destruida. Antonio se encolerizó y gruñó, bebiendo más copinhos que nunca. El resto de sus familiares disponían ahora de un nuevo argumento contra la pobre Lucía. Ella y sus visiones les habían llevado casi al borde de la miseria. Cuando Lucía sentía hambre, sus hermanas le decían:

¡Ve y come de lo que encuentres en Cova da Iria!

O María le gritaba:

¡Pide a aquella Señora que te dé algo de comer! Hiciste que todo el mundo fuese a Cova da Iria. Busca tu alimento allí.

Nosotros no les obligamos a ir —dijo lealmente Jacinta desde la puerta—, ¡fueron porque quisieron!

Pero María Rosa estaba demasiado convencida de su idea para escuchar razonamientos. Había días en que Lucía temía hasta pedir un pedazo de pan, y se iba a la cama con hambre.

De vez en cuando su madre la llevaba al párroco para que la sometiese a nuevo interrogatorio, esperando siempre que éste encontrase un medio para debilitar su inquebrantable voluntad. Al final el buen hombre movía siempre la cabeza y exclamaba: “No sé qué decir respecto a todo esto.” No debe sorprender que María Rosa aun dudase cuando un hombre tan letrado confesaba que no podía formarse opinión concreta del caso.

Era únicamente en el “Cabeço”, o en Valinhos, o en las colinas próximas a Cova da Iria, donde Lucía encontraba alguna tranquilidad o consuelo. Y aun allí las discusiones de los tres habían adquirido un tono más sombrío y reflexivo después de sus angustiosas revelaciones del 13 de julio. Los fuegos del infierno, la condenación de muchas almas, una segunda guerra mundial, con millones de personas muriendo de hambre, sin hogar, atormentadas, sacrificadas, pasando a la vida eterna sin preparación espiritual, ¿cómo podía el mundo seguir pareciendo el mismo a las miradas infantiles después que la Divina Sabiduría les había revelado semejantes horrores? Las dos niñas no pensaban en otra cosa. Francisco, por alguna razón, estaba menos conmovido por la experiencia. En vez de pensar en las incontables almas que había visto ascender y caer como chispas en las llamas con el estigma de ángeles caídos, fijaba sus pensamientos en Dios, en Su bondad y Su gloria.

¡Qué maravilloso es Dios! —decía extasiado—. No hay palabras para expresarlo. Lo único que cabe decir es que nadie sabe decirlo. Pero ¿no es una lástima que Él esté tan triste? ¡Si yo pudiese consolarle!

Jacinta no encontraba fácil dejar de pensar en el horror de la muerte eterna. Si una guerra mundial era a un tiempo increíble y dolorosa, ¡cuánto más el infierno! Pero ¿qué sabía una niña de siete años de la enormidad del pecado? Estaba horrorizada, profundamente sorprendida. Pocos días después de la aparición de julio estuvo sentada bastante rato en una piedra, reflexionando profundamente mientras las ovejas comían la hierba seca. Finalmente, preguntó:

La Señora dice que muchas almas van al infierno. ¿Qué es el infierno?

Es una hoya llena de gusanos y una hoguera muy grande -replicó Lucía, quizá repitiendo lo que había oído decir a su madre—, y va allí la gente que comete pecados y no los confiesan, y se quedan por siempre achicharrándose.

¿Y no salen nunca más de él?

No.

¿Ni después de muchos, muchos años?

No. El infierno nunca termina. Ni tampoco el cielo. Cualquiera que vaya al cielo, nunca sale de él, y cualquiera que va al infierno, se queda siempre dentro. ¿No ves que son eternos porque nunca terminan?

Jacinta encontró este concepto de perpetuidad desconcertante y atormentador a un tiempo. No pudo nunca desterrarlo por completo de su mente. Con frecuencia, en medio de cualquier juego, se paraba de pronto y decía:

Pero, oye: ¿no termina el infierno después de muchos, muchos, muchos años?

No.

Y esa gente que se quema allí, ¿no muere nunca? ¿Nunca? ¿Y nunca se transforma en cenizas? Y si se reza mucho por los pecadores, ¿los salvará Dios? ¿Y con sacrificios también? ¡Tenemos que rezar y hacer muchos sacrificios por ellos!

Después, cuando la idea de la carga del pecado se hacía casi insoportable, recordaba el consuelo que les había sido otorgado al mismo tiempo.

¡Qué buena es esa Señora! ¡Nos ha prometido llevamos al cielo! Jacinta era demasiado desinteresada para pensar por mucho tiempo o con complacencia en su buena suerte, cuando había tantas otras personas que nunca la compartirían. Para ella, la vista del infierno era como una puerta abierta a un camino en cuesta de ascetismo. “Pienso que daría mil vidas para salvar el alma del hombre que vi se iba a perder”, escribió Santa Teresa de Jesús después de una experiencia similar; y la serranita de Aljustrel estaba tan invadida de la misma noble piedad, que adquirió una sed de penitencia para la que Lucía sólo encontraba la palabra “insaciable”. Otros cristianos aceptaban el infierno por fe, en razón de que Cristo había dicho repetidamente y con énfasis solemne que hay un infierno, pero Jacinta lo había visto; y una vez comprendida la idea de que la justicia de Dios está compensada con Su clemencia y de que debe haber un infierno para que exista un cielo, nada le parecía tan importante cual la salvación de tantas almas como fuese posible de los horrores que había contemplado bajo las manos radiantes de la Reina del Cielo. Nada podía parecerle demasiado duro, nada demasiado pequeño o grande para dejar de hacerlo.

Come, Jacinta.

No; yo ofreceré este sacrificio por los pobres pecadores que comen demasiado.

Bebe, Jacinta.

No; lo ofrezco por los que beben demasiado.

De repente le dijo a Lucía: —Estoy triste por ti. Francisco y yo vamos a ir al cielo, pero tú te quedas aquí sola. ¡Rogaré a Nuestra Señora que te lleve al cielo! Cuando veas la guerra no te asustes; estaré en el cielo rezando por ti.

Cada vez, sin embargo, cavilaba más en las almas perdidas.

Jacinta, ¿en qué piensas? —preguntó un día Lucía.

En la guerra que va a venir y en tanta gente como va a morir e ir al infierno. ¡Qué pena que tenga que haber una guerra y que muchos deban ir al infierno porque no cesan de pecar!

Una y otra vez esta idea volvía con insistencia extenuante. Solía repetir con una mirada de terror: “¡Infierno! ¡Infierno! ¡Cuán apenada estoy por las almas que van a parar al infierno!” Caía entonces de rodillas, cruzaba las manos y repetía muchas veces el rezo que Nuestra Señora les había enseñado que añadiesen a cada parte del Rosario: “¡Oh, Jesús mío, perdónanos, sálvanos del fuego del infierno! ¡Atrae todas las almas al cielo, especialmente aquellas que están más necesitadas!”

Un día, después de haber estado largo tiempo de rodillas, llamó a su hermano:

¡Francisco, Francisco! ¿Vas a rezar conmigo? Es necesario rezar mucho para salvar almas del infierno. ¡Tantos van allí! ¡Tantos!

Y decían de nuevo juntos la oración por aquellos que no rezaban. —¿Por qué no enseña Nuestra Señora el infierno a los pecadores? —preguntó Jacinta un día—. Si lo viesen, no pecarían nunca más y no irían a parar a él. Tú debes decir a la Señora que enseñe el infierno a todos ellos. ¡Ya verías cómo se convertirían!

¡Pobre Jacinta! Parecía tan sencillo. Quizá no había oído la parábola de Dives y Lázaro: “Si no escuchan a Moisés ni a los profetas, no harán caso ni aunque un muerto resucite” (San Lucas 16, 31).

Se quedó callada por un momento. Después añadió:

¿Por qué no le dijiste a aquella Señora que debía haber enseñado el infierno a aquella gente?

Se me olvidó.

Y a mí también —dijo tristemente la niña menor. —¿Qué pecados son los que hacen esas personas para ir al infierno? —preguntó un día.

No lo sé —Lucía, después de todo, no era mucho mayor que su prima—. Quizá el pecado de no ir a misa en domingo, de robar, de decir palabras malas, de maldecir a la gente, de jurar (La impresión de Lucía es que la mayoría de las almas se pierden por “pecados de la carne”. Ella cree que Nuestra Señora reveló esto a Jacinta en 1920. Memoria III, pág. 5).

Y ¿sólo por una palabra pueden ir al infierno?

¡Sí, si es pecado! Que sean buenos y vayan a misa.

¡Oh, si yo pudiera enseñarles el infierno!

Reflexionó unos momentos y dijo a continuación:

Si Nuestra Señora te dejase decir a todo el mundo lo que es el infierno, no cometerían más pecados y no irían allí.

En otra ocasión dijo horrorizada, como si presenciase aún la visión: —¡Tantas almas cayendo en el infierno! ¡Tantas almas en el infierno!

¡No te asustes! —le dijo Lucía, intentando consolarla. Tú vas al cielo.

¡Sí, sí, yo voy! ¡Pero quiero que toda esa gente vaya a él también! Los carrillos redondos de Jacinta comenzaron a ahuecarse y a alargarse, sus ojos negros brillaban como los de aquellos que atisban otros mundos distintos del nuestro. Y como otras muchas almas amigas de Dios, había ya comenzado, en agosto, a tener visiones proféticas. Algunas de las escenas más cruentas de la segunda guerra mundial pasaron por la imaginación de esta niña de siete años casi un cuarto de siglo antes de que se desarrollasen en los caminos de Francia u Holanda o en las ruinas de Londres o Francfort.

Un día caluroso, mientras estaban sentados en las rocas del “Cabeço”, vigilando perezosamente las ovejas situadas más abajo, se postró de pronto y recitó la plegaria que el Ángel les había enseñado:

¡Dios mío, creo, adoro, espero y Te amo! ¡Te pido perdón por aquellos que no creen, no adoran, no esperan y no Te aman!

Siguió un silencio profundo. Después Jacinta dijo a Lucía:

¿No ves esa calle tan larga, tantos caminos y campos llenos de gentes llorando de hambre y sin nada que comer? ¿Y al Santo Padre en una iglesia ante el Inmaculado Corazón de María rezando? ¿Y tantas personas rezando con él?

Posiblemente se refería con esto a la consagración del mundo al Inmaculado Corazón por el Papa Pío XII en 1942. Pero había mucho más relativo al Papa, o a un Papa, en las visiones de Jacinta, y estaba tan conturbada que quería decírselo a todo el mundo para que todos los buenos cristianos rezasen incesantemente por él.

¿Puedo yo decir que vi al Santo Padre y a toda esa gente? — preguntó.

No —respondió Lucía—. ¿No ves que eso forma parte del secreto, y que entonces sería descubierto?

Está bien. No diré nada. Sin embargo, Jacinta continuó preocupándose de este futuro Papa. Una tarde muy calurosa, cuando aún las ovejas estaban dormitando en su cobijo, los tres niños se encontraban sentados bajo los olivos sobre las losas que cubrían el pozo, en la parte trasera de la casa de Antonio Abóbora. Francisco sintió ganas de distraerse y comenzó a buscar miel entre las flores que crecían en un pequeño matorral de zarzas próximo. Lucía no tardó en imitarle. Jacinta permaneció sentada en el brocal del pozo, con la vista fija en el espacio. A poco le oyeron decir:

¿No veis al Santo Padre?

No.

No sé cómo es, pero veo al Santo Padre en una casa muy grande, de rodillas ante una mesa, con sus manos sobre la cara, llorando. Enfrente de la casa hay mucha gente y algunos le arrojan piedras, otros le maldicen y profieren palabras soeces contra él. ¡Pobrecito Padre Santo! ¡Debemos rezar mucho por él! ¿Quién era este Vicario de Cristo que Jacinta veía apedreado por una plebe? Hay una leyenda en Portugal, que Lucía tiene razón en creer, según la cual puede ser el Papa Pío XII. Ella me aseguró que Jacinta no indicó ningún Papa determinado, sino “un Papa”. Pero él era para ella un personaje real.

Yendo a casa de los Marto un día, Lucía la encontró sentada sola, tranquila y muy pensativa, con la mirada perdida.

¿En qué piensas, Jacinta?

En la guerra que va a venir. ¡Van a morir tantos! Y casi todos ellos van a ir al infierno. Muchas casas resultarán derribadas y morirán muchos padres. Yo voy a ir al cielo, y cuando alguna noche veas aquella luz que la Señora nos dijo luciría antes de la guerra, tú irás también allí.

¿No sabes que nadie puede salir corriendo y entrar en el cielo? —Es verdad, no se puede. Pero no te asustes. ¡En el cielo tengo que rezar mucho por ti! Y por el Santo Padre. Y por Portugal, para que la guerra no llegue aquí. Y por todos los sacerdotes.

En su sencillez, Jacinta decía: “Desearía ver al Santo Padre. ¿Por qué no vendrá aquí, si tantas otras personas pueden venir?”

Lucía explicó lo lejos que estaba Roma y lo muy ocupado que debía de estar el Papa. Con una guerra mundial en perspectiva, y una devoción a establecer al Inmaculado Corazón, y la conversión de Rusia, era muy posible que no hubiese ni oído hablar de Aljustrel. Jacinta tomó muy en serio el apostolado que le había correspondido. Algunas personas de las que hablaban con ella encontraban que se volvían más piadosas. Tío Marto y su esposa habían descuidado algo el Rosario. Jacinta les dijo que Nuestra Señora quería que todos los individuos de cada familia lo rezasen juntos a diario. Después de alguna insistencia por parte suya, volvieron a la antigua costumbre y comenzaron a aficionarse a él. Era muy difícil resistir a Jacinta: ¡era tan fervorosa, tan persistente!… Muchos días parecía tan alegre como siempre detrás de las ovejas en el sol de agosto. Otros, bailaba y jugaba mientras aquéllas pastaban. O al distraerse cazando mariposas blancas improvisaba cancioncitas con algunas de las oraciones breves que el Padre Cruz le había enseñado. Los viandantes oían frases parecidas a “Jesús, ¡te quiero!”, “Inmaculado Corazón de María, ¡salva a los pobres pecadores!”, flotando sobre los campos en una clara voz, que parecía traer del otro mundo melodías jamás escuchadas en éste. Había, no obstante, cierta tristeza bajo su alegría, pues ella sabía lo que había al final del camino que había tomado. Quizá fuese uno de los primeros y más seguros signos de la validez de las experiencias espirituales de estos tres niños pastores, el que el mundo que había perseguido a Cristo y a sus Santos estaba ya resentido de su obra y dispuesto a vengarse de ellos de un modo u otro. La Prensa anticlerical continuaba criticando y burlándose. Su indignación había pasado ya de la mera literatura a la acción política. Unos pocos días antes del 13 de agosto, cuando muchos en todo Portugal hacían cábalas sobre si habría otra aparición en Cova da Iria, tío Marto y Antonio Abóbora recibieron notificaciones oficiales del administrador del Concejo de Ourem, en que se les ordenaba presentasen a sus hijos, los que habían perturbado la paz pública tan notoriamente, en el Ayuntamiento de esa población, para su interrogatorio, al mediodía del sábado 11 de agosto de 1917.