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Todos sabéis, carísimos, cuán terribles sean las penas del Purgatorio. San Jerónimo nos dice que el fuego en que están envueltas aquellas almas no cede en nada al del infierno, pues siendo instrumento de la Divina justicia, las acarrea penas insufribles, superiores a todos los tormentos que en este mundo pueden imaginarse. Pero el Santo nos asegura que cuando se celebra la Misa por alguna alma del Purgatorio, suspende el fuego su rigor y aquella alma no sufre pena alguna durante el tiempo que dure aquélla. Afirma además que en toda Misa salen muchas de aquellas almas del Purgatorio y vuelan al Paraíso.

En efecto, San Bernardo, celebrando una vez Misa en la iglesia que se alza cerca de las Tres Fuentes de San Pablo, en Roma, vio una escalera que desde la tierra llegaba hasta el cielo, y en ella a los ángeles que iban y venían del Purgatorio, sacando de él las almas purgantes y llevándolas, todas hermosas, al Paraíso.

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El célebre Padre Lacordaire, el más famoso conferenciante francés, muerto en 1861, cuenta que un príncipe polaco, incrédulo y materialista, había escrito un libro contra la inmortalidad del alma. Estaba para darlo a imprenta, cuando un día, paseando en su jardín, encontró a una señora desecha en lágrimas, que, echándose a sus pies, le dice:

-¡Ah, mi buen príncipe! Mi marido ha muerto…; su alma estará en el Purgatorio, donde sufrirá…, y yo soy tan pobre, que ni siquiera puedo dar lo suficiente para celebrar una Misa de difuntos… Tened la bondad de ayudarme a favor de mi marido.

Aquel noble señor, aunque pensaba que la señora era víctima de su credulidad, no tuvo ánimo de despedirla. Saca del bolso una moneda de oro y se la da. La señora, contentísima, corre a la iglesia y manda a un sacerdote celebrar Misas por su marido.

Cinco días después estaba el príncipe leyendo en su estudio, cuando, levantando los ojos, vio a dos pasos de él un hombre vestido como los aldeanos del país.

-Príncipe –le dijo el desconocido-, vengo a daros las gracias. Soy el marido de aquella pobre señora que os rogaba, pocos días ha, darle limosna para hacer celebrar la Santa Misa por mi alma. Vuestra caridad ha sido grata a Dios, y Él me ha permitido venir a daros las gracias.

Dicho esto, el paisano desapareció como una sombra. Entonces el príncipe quemó su escrito, y cediendo a la gracia divina, creyó, se convirtió y vivió como buen cristiano hasta el fin de su vida.

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Se cuenta de una madre que, habiéndole sido arrebatado su único hijito, de diez años, no podía consolarse. De día lloraba siempre, y de noche soñaba con el hijo. Una vez lo vio en sueños en una campiña estéril, toda abrasada de sol, en medio de la cual había una cisterna de agua maloliente, y el hijo suyo, abrasado de sed, encorvado sobre la cisterna, que quería beber y no podía. Lloraba el pobre niño, pedía ayuda, y nadie le oía. La pobre señora se despierta, y pensando en el sueño, concluye que su Carlitos pudiera estar en el Purgatorio y tener necesidad de oraciones, e hizo celebrar algunas Misas por su alma. Por tres noches consecutivas, siempre a la misma hora, se siente llamar distintamente, y ve aquella campiña cambiada: toda verde y cubierta de flores; el agua de la cisterna era limpísima, y su niño, bello como un ángel, bebía del agua, jugaba en medio de aquellas flores y le repetía: “Gracias, mamá, gracias.” Después que calló la voz, la madre no soñó más y vivió tranquila, pensando que su hijito estaba seguramente en el Paraíso.