
TERCERA APARICIÓN DE LA VIRGEN SANTÍSIMA
NUESTRA SEÑORA DE FÁTIMA (13 de julio de 1917)
Nihil obstat: Dr. Andrés de Lucas. Madrid, 8 de marzo de 1948.
Imprímase: Casimiro, Obispo Auxiliar y Vic. Gral.
En este 13 de julio de 1917 algo extraordinario se desarrollaba en todas las aldeas y campos de la Serra. Aun antes de llegar los niños a la vista de la Cova da Iria debieron percatarse de ello, pues por las montañas y sus contornos la gente se había ido enterando, por ese misterioso conducto que propaga las noticias tan de prisa y con tanto detalle en el campo, de lo que había ocurrido el día de la festividad de San Antonio. Un número asombroso de personas había decidido estar presente en la siguiente aparición. María Carreira había venido de nuevo a Moita, trayendo consigo a su hijo tullido, a su incrédulo marido y a todas sus hijas. Entre los creyentes más fervorosos había un residente en Moita, un tal José Alves, que había dicho en su propia cara al párroco de Fátima que su teoría respecto a la intervención diabólica era completamente ilógica, pues ¿quién había oído jamás que el demonio incitase al pueblo a rezar?
Cuando llegó el tío Marto (pues éste había decidido dedicar el día a ver lo que hacían sus hijos), la multitud era tan densa, que empleó un buen rato en abrirse paso con los codos hasta el sitio donde Jacinta estaba con Francisco y Lucía. Las multitudes portuguesas son ordenadas y se comportan bien, por regla general, pero la actual le molestaba un poco. “¡El contagio de la curiosidad!”, reflexionó filosóficamente. Aún se sonríe al recordar a algunas de las personas bien vestidas y adornadas que habían llegado, “Dios sabe de dónde”: damas con faldas largas y sombreros de “cuadro” de ala ancha; caballeros con trajes elegantes, cuellos muy altos y sombreros hongos. Tío Marto los encontró ridículos. “Ai, Jesus! Había caballeros que iban para reírse y burlarse de los campesinos, que no sabían leer los manuscritos. Pero era él quien se reía de ellos. ¡Pobres infelices! Carecían de fe en absoluto. ¿Cómo podían creer, pues, en Nuestra Señora?” La mayoría, sin embargo, estaba constituida por serranos, las mujeres, generalmente, descalzas, con chales negros sobre sus cabezas; los hombres, en traje dominguero y grandes botas claveteadas. Y entre ellos tío Marto encontró a su mujer y a María Rosa.
Sucedió que Olimpia había escuchado la última conversación patética de los tres niños en la alcoba de su casa, y tan pronto como se marcharon, ya consolados por la decisión de Lucía, corrió a la casa de su hermano para contar a María Rosa lo ocurrido. ¡Vaya por Dios! Una vez más parecía hundirse el mundo para la madre de Lucía! ¡Pensar, después de todo lo sucedido, que la tonta cachopa había salido para no faltar a una cita con el diablo! Provistas de algunos cirios benditos y de caja de fósforos, partieron las dos mujeres para Cova da Iria, evidentemente con alguna idea de exorcizar al espíritu maligno si se aparecía allá de nuevo. Llegaron demasiado tarde para ponerse a la altura de los niños, si ésa había sido su intención; sin embargo, allí estaban, empuñando sus cirios y dispuestas a encenderlos si fuese necesario. Y con ellas hasta dos mil o tres mil personas, devotas o curiosas, esperando ver lo que pudiese suceder.
Los niños, en el centro de la muchedumbre, estaban recitando el Rosario y miraban expectantes hacia el Este. No prestaban atención a una mujer tosca que les zahería como impostores. Jacinta y Francisco no vieron ni a su padre cuando éste se situó al lado de ellos, dispuesto a ayudarles si fuese necesario. Tío Marto miraba a Lucía. La cara de ésta tenía palidez de muerta. Le oyó decir a su sobrina:
-¡Quitaos los sombreros! ¡Quitaos los sombreros, pues veo ya a Nuestra Señora!
Él vio algo parecido a una nubecilla que descendía sobre la chaparra, y repentinamente, cuando la luz solar se amortiguó, una brisa fresca sopló sobre la Serra caldeada. Entonces oyó algo que en sus oídos sonó, según él dice, como “un tábano dentro de una regadera vacía”; pero ni él, ni María Carreira, ni ninguna de las personas restantes, excepto los niños, pudieron distinguir palabra alguna.
En aquel momento todos los estímulos del mundo sensorial –la multitud, el sol, la brisa, todas las trivialidades del espacio y tiempo- habían desaparecido para los tres niños místicos, como si alguna fuerza sobrenatural descendiese sobre ellos, percibiendo aquel resplandor blanco donde una vez más, con alegría inefable, vieron a la Señora deslizarse sobre la copa del pequeño árbol.
–Vocemercê que me quere? –preguntó Lucía como en ocasión anterior-. ¿Qué quiere de mí?
-Quiero que vengas aquí el día trece del próximo mes y continúes rezando cinco decenas del Rosario todos los días, en honor de Nuestra Señora del Rosario, para lograr la paz del mundo y la terminación de la guerra, pues Ella sola será capaz de ayudar.
Lucía dijo:
-¡Te ruego nos digas quién eres y que hagas un milagro para que todo el mundo crea que te has aparecido a nosotros!
-Continúa viniendo aquí cada mes –respondió la Señora-. En octubre te diré quién soy y lo que deseo y realizaré un milagro para que todos lleguen a creer.
Se acordó entonces Lucía de algunas peticiones de varias personas que le habían rogado las hiciese presentes a Ella. “No recuerdo exactamente cuáles eran”, escribió en 1941. Pero se cree que una de ellas se refería a la curación del hijo tullido de María Carreira; y se dice que la Señora respondió que no le curaría, pero le daría medios de vida si decía el Rosario a diario. Lo que Lucía recuerda ahora es la insistencia de Ella en la práctica diaria del Rosario para ganar indulgencias durante el año.
-Sacrificaos por los pecadores –repitió-, y decid muchas veces, especialmente cuando hagáis algún sacrificio: “¡Oh, Jesús, es por tu amor, por la conversión de los pecadores y en reparación de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María!”
Al ser pronunciadas por la Señora las últimas palabras, abrió sus adorables manos y desparramó de ellas aquel resplandor revelador y penetrante que había enfervorizado los corazones de los niños en las anteriores ocasiones. Pero esta vez parecía penetrar dentro de la tierra, descubriendo por debajo –y éstas son palabras de Lucía escritas en 1941- “un mar de fuego, y sumergidos en este fuego los demonios y las almas, como si fuesen carbones al rojo vivo, transparentes y negros o de color de bronce, con formas humanas, que flotaban en aquella conflagración, sostenidas por las llamas que salían de la misma con nubes de humo, cayendo en todas partes como caen las chispas en los grandes incendios: sin orden ni concierto, entre chillidos y gemidos de tristeza y desesperación que horrorizaban y hacían temblar de espanto.
Los diablos se distinguían por formas horribles y repugnantes de animales feísimos y desconocidos, pero transparentes, como carbones negros calentados al rojo vivo” (Memoria IV, también III, con casi idénticas palabras).
Los niños estaban tan asustados, que temieron morir si no se les hubiese dicho que todos irían al cielo. Después de contemplar horrorizados el tremendo espectáculo, que ni la propia Santa Teresa ha descrito más pavorosamente, elevaron sus ojos, como en súplica desesperada, a la Señora, que les miraba desde arriba con terneza melancólica.
“Veis el infierno, donde van a parar las almas de los infelices pecadores –dijo a continuación-. Para salvarlos, Dios desea establecer en el mundo la devoción del Inmaculado Corazón. Si así se hace, serán salvadas muchas almas y habrá paz. La guerra va hacia su fin. Pero si el mundo continúa ofendiendo a Dios, otra guerra peor comenzará en el reinado de Pío XI.
Cuando veáis una noche iluminada por una luz desconocida, sabed que es la gran señal que Dios da de que Él va a castigar al mundo por sus crímenes, recurriendo a la guerra, al hambre y a la persecución de la Iglesia y del Santo Padre.
Para prevenir esto, vengo a pedir la consagración de Rusia a mi Inmaculado Corazón y la Comunión de reparación en los primeros cinco sábados. Si ellos escuchan mis ruegos, Rusia se convertirá y habrá paz. Si no es así, ella esparcirá sus errores a través del mundo, provocando guerras y persecuciones de la Iglesia. Los buenos serán martirizados, el Santo Padre tendrá mucho que sufrir, varias naciones resultarán aniquiladas (Explicándome esto en julio de 1946 la Hermana María de los Dolores (Lucía), concretó aún más la profecía, diciendo que Nuestra Señora deseaba que Rusia (no el “mundo”, como se lee en muchos relatos inexactos) fuese consagrada a su Inmaculado Corazón por el Papa y todos los Obispos del mundo en un día especial. Si no, todo país en el mundo, sin excepción, será castigado “por los errores de Rusia”).
Al final triunfará mi Inmaculado Corazón. El Santo Padre consagrará Rusia a mí y será concedido al mundo un cierto período de paz.
En Portugal se conservará siempre el dogma de la fe.
No digas esto a nadie. A Francisco sí se lo puedes decir.
Cuando recéis el Rosario, decid después de cada misterio: ¡Oh, Jesús mío, perdónanos y líbranos del fuego del infierno! ¡Atrae todas las almas al cielo, especialmente las más necesitadas!”.
La Señora dijo entonces a los niños un secreto final, que nunca ha sido revelado y que Lucía no descubrirá hasta que la Reina del Cielo le ordene que así lo haga. No se lo ha dicho nunca ni a sus propios confesores.
En los prolongados momentos de silencio que siguieron, la multitud pareció percatarse de la solemnidad apocalíptica y del interés de aquella comunicación sobrenatural, de la que quizá dependía el destino de toda la Humanidad. Los niños, la muchedumbre, el viento, todos permanecieron en silencio absoluto. Finalmente, Lucía, tan pálida como un cadáver, se aventuró a preguntar en su voz aguda de poco volumen:
-¿Quieres algo más de mí?
-No, hoy no quiero nada más de ti.
Con una última mirada afectuosa, pero subyugante, la Señora se desvaneció, como de costumbre, en dirección al Este –así termina Lucía el apasionante relato de la tercera aparición-, “y desapareció en la inmensa distancia del firmamento”.
Cuando los niños apartaron sus miradas del Oriente y se miraron uno a otro, la gente comenzó a arremolinarse a su alrededor, medio asfixiándoles y pisoteándoles en su afán de hacerles toda clase de preguntas.
Tío Marto cogió a su hija Jacinta y se abrió camino hasta el límite de la multitud con la niña cogida a su cuello. Les siguieron unos rezagados, importunándoles con preguntas.
Alguien se ofreció a llevarles a casa en automóvil. Tío Marto accedió, y los niños viajaron por primera vez en uno de los extraños monstruos sin caballos que en ocasiones habían visto corriendo a lo largo del camino de Ourem a Leiria. No tenían humor para gozar de una nueva experiencia, pero estaban agradecidos por el transporte, pues los tres se hallaban agotados.