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La Iglesia contrariamente a lo que se cree deja mucha libertad en todo aquello que no sea pecado o moralmente reprobable. Muchas cosas no son buenas o malas en sí, dependen de la intención con la que se hagan. También es muy importante la virtud de la prudencia y el querer buscar la voluntad de Dios en todo momento.

La norma general es que moralmente no hay inconveniente en la diferencia de edad entre dos personas con tal de que tengan un noviazgo ejemplar y un matrimonio santo. Antiguamente en las sociedades más tradicionales era lo más normal y estaba socialmente admitido que el hombre por lo general fuese de más edad que la mujer y esto tiene una lógica explicación pues la edad fértil de la mujer es mucho más reducida que la del varón. Además que la mujer busca en un hombre la seguridad y la buena posición y esto suele darse con los años, cuando el hombre ha acabado de estudiar y ha podido opositar y buscar un trabajo.

Dicho esto, que no hay ningún inconveniente moral en sí por la diferencia de edad, hay que mirar la pureza de intención de cada uno de los individuos en este tipo de relaciones y si por el carácter de ambos la convivencia puede ser posible. Igualmente hay que mirar muchas si pueden compartir actividades y modo de vida.

La Iglesia enseña que «la íntima comunidad de vida y amor conyugal, está fundada por el Creador y provista de leyes propias. […] El mismo Dios […] es el autor del matrimonio» (GS 48,1). La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y permanente. A pesar de que la dignidad de esta institución no se trasluzca siempre con la misma claridad (cf GS 47,2), existe en todas las culturas un cierto sentido de la grandeza de la unión matrimonial. «La salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar» (GS 47,1).

Dios que ha creado al hombre por amor, lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e innata de todo ser humano. Porque el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,2), que es Amor (cf 1 Jn 4,8.16). Habiéndolos creado Dios hombre y mujer, el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Este amor es bueno, muy bueno, a los ojos del Creador (cf Gn 1,31). Y este amor que Dios bendice es destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra común del cuidado de la creación. «Y los bendijo Dios y les dijo: «Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla»» (Gn 1,28).