
MÁRTIRES DE BARBASTRO 1936 –
Entrevista de NSRradio.com a Enrique Calicó
¿Cómo vivieron desde su arresto hasta el día de su martirio?
Bien, el Padre Superior, el administrador y el formador, los tres, sacerdotes, de mayor responsabilidad, fueron llevados directamente a la cárcel, como he dicho. Allí en un calabozo más bien pequeño se encontraron con varios canónigos de la catedral y algunos seglares católicos. Entraron el 20 de julio de 1936 y allí en esa habitación reducida llegaron a vivir 21 presos soportando un calor de horno, con poca ventilación, mala higiene, poca agua, etc. Al P. Leoncio Pérez, administrador de la Comunidad le interrogaron dónde escondía las armas, a lo que el padre contestó: “No quiero ni tengo otras armas que ésta”, mostrando el rosario.
El 2 de agosto, hacia las 2 de la madrugada los fueron a buscar junto con sus compañeros de celda, para llevarlos al cementerio y fusilarlos allí mismo. El perdón hacía sus verdugos y las oraciones fueron sus últimas palabras. (Vecinos y conversos así lo atestiguaron).
A cinco Hermanos de edad muy avanzada los mandaron al Asilo de las Hermanitas de Ancianos Desamparados y escaparon de la masacre.
El resto de la comunidad los tenemos en el semisótano de la Sala de Actos de los escolapios, excepto los tres enfermos en el hospital. Allí en el Salón de Actos fueron objeto de toda clase de vejaciones, injurias y amenazas por parte de los milicianos, con el fin de obtener su apostasía, que renegaran de su fe. Para ello emplearon todos los medios que se les ocurrió: desde las ventanas de la calle eran insultados por la chusma, no podían agruparse ni rezar en comunidad, ni hablar, tenían que estar de espaldas a la pared, escaseaba la comida, también el agua a pesar de estar en pleno verano. No podían cambiarse de ropa, que se les pegaba con el sudor. Prohibido recibir los sacramentos- Dormían tal cual vestían en el suelo; pensemos que sus tres más importantes responsables de su formación no estaban con ellos.
El cabecilla de los anarquistas, era un ex seminarista y tenía las cosas muy bien calculadas, se había dicho: “el cuerpo sin cabeza, se desplomará”. Y para minar su firme voluntad de no dejar la fe, les llevaron prostitutas y milicianas, que quizá eran peores que las otras. No dejaron de insinuarse, tentarlos y provocarlos, sin conseguir nada, pues ellos, los seminaristas, muchachos de 20 a 25 años no les hicieron el menor caso, unos rezando, otros leyendo el breviario. Aquellas pobres mujeres insistían un día y otro, buscando los momentos más oportunos, la hora de la siesta y por las noches, sin pudor, tirándoles de la sotana, etc. Las “muchachas” salían cada vez más contrariadas al no poder seducir a ninguno. Ellas ignoraban que aquellos hombres que no sucumbían a sus artimañas tenían un secreto que les daba la fuerza necesaria para no vacilar en su fe.