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La verdad es que la Fe católica, en cuestión de mujeres, nos lo pone difícil a los hombres. Cualquiera de las opciones que nos permite elegir entraña un duro sacrificio. Si optamos por el matrimonio, debemos procrear, con todo lo que supone de carga la crianza y la manutención de la prole. Si optamos por el celibato, debemos ser castos, las dulzuras del sexo nos están vedadas. Y si tenemos una novia, ha de ser con vistas a casarnos con ella, debiendo igualmente, hasta entonces, refrenar nuestros apetitos sexuales. Hagamos lo que hagamos, en definitiva, no tenemos escapatoria: debemos echarnos una cruz a la espalda. Ahora bien, cualquiera que sea el caso, la misma Fe que nos obliga al sacrificio hace que sea posible sobrellevarlo incluso con alegría, a condición de que, en cumplimiento del primero de los Mandamientos, amemos a Dios sobre todas las cosas. No hay otro modo de afrontar la cuestión, si verdaderamente pretendemos vivir como católicos.

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Si uno lo piensa bien, casarse acojona. No es que sea ineluctable, pero sí demasiado probable ‒y tanto más en los tiempos que corren‒ que el destino que a uno le depare el matrimonio sea el de ser un calzonazos o un tirano o un adúltero o un cornudo. A cual más horroroso destino.

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Que un hombre golpee a una mujer es una acción cobarde y execrable que merece un severo castigo. Que golpee a una arpía, en cambio, tiene muchas atenuantes cuando no eximentes. Moraleja: no seáis arpías, mujeres.

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Cuando marido y mujer se aman, el matrimonio es una cruz que cargan entre los dos. Cuando marido y mujer no se aman, el matrimonio es una cruz doblemente pesada que carga cada uno de ellos por separado.

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Casarse, tener hijos, criarlos, colmarlos de amor y de atenciones a ellos y al hombre con quien los trajo al mundo, ser el pilar de su hogar… No hay mejor “puesto de trabajo” para una mujer.

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Cásate con una santa. Si no, mejor no te cases, a menos que estés preparado para vivir un calvario. (Vale también en sentido inverso, no se me arisquen las féminas).

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Las marisabidillas me ponen al borde de un ataque de “violencia de género”.

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Hay una loca feminista (valga la redundancia) que va diciendo por ahí que todas las hembras de todas las especies, “burras, puercas, vacas”, son iguales a las hembras de la especie humana y que deben tener los mismos derechos. En el caso de las feministas no anda desencaminada, salvo que las feministas son más burras que las burras, generalmente más puercas que las puercas y con mucha frecuencia más vacas que las vacas.

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La primera causa de “violencia de género” es el maldito feminismo que ha desnaturalizado a las mujeres eliminando su cualidad más distintiva, la dulzura, y las ha transformado en arpías.

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En el reino del feminismo los hombres sin escrúpulos hacen su agosto.

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Un caballero está inclinado a cuidar de la mujer, a protegerla, a sacrificarse por ella; en una palabra, a amarla. A esto las feministas lo llaman machismo o heteropatriarcado, como si del peor atentado contra las mujeres se tratase.

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La sola idea de un hombre maltratado físicamente por su mujer causa hilaridad. A menos que ella tenga una corpulencia fuera de lo normal y él sea, como se dice en Galicia, un miñaxoia (o más castizamente un mierdecilla de tío), ese tipo de maltrato es imposible que se dé, como no sea consentido por el hombre. Donde sí que se las pintan ellas solas las mujeres es en el maltrato psicológico, terreno en el que pueden llegar a desarrollar unos niveles de refinamiento y sutileza en la crueldad inalcanzables normalmente para los varones. Ahí sí que nos tienen pillados, y Dios nos libre de caer en las garras de una de esas arpías. «Más de un hombre bueno ha acabado en el arroyo por culpa de una mala mujer», dice Bukowski al comienzo de su novela Mujeres. Más de uno, y más de un millón.

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La gran aventura es el matrimonio, y tanto más cuanto más largo sea. Las llamadas aventuras amorosas no son más que viajecillos turísticos en los que todo se ve de pasada, sin tiempo para profundizar en nada.

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¿Podré decir públicamente que no me gustan las mujeres jugando al fútbol sin que los árbitros de la corrección política me saquen una tarjeta roja?

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Una compañera de trabajo me envía un watsap. En su foto sale ella dándose un morreo con otra chica. «Mi novia», me dice sin el menor asomo de rubor. Dado que la chica, mi compañera de trabajo, es muy joven y parece pese a todo tener buen fondo, intento delicadamente influir en ella para que abandone ese vicio nefando. Pero la propaganda moderna está tan enquistada en su mente, que me sonríe casi conmiserativa como si estuviese escuchando a un pobre abuelete que se hubiera perdido los últimos capítulos del netflix de la vida.

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«¿Tú no eres feminista?», me pregunta una jovencísima y bella compañera de trabajo clavando en mis pupilas sus inquisidoras pupilas de chica moderna. «¿Qué entiendes por feminismo?», le pregunto yo a mi vez. Ella desenfunda su móvil y me dispara a quemarropa la definición del Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua: «Principio de la igualdad de derechos de la mujer y el hombre». «Si eso es feminismo ‒le respondo‒, entonces me declaro culpable: soy feminista. Pero yo a eso no lo llamo feminismo, lo llamo justicia». Mi bella compañera discrepa, pero no rebate. Yo tampoco puedo ahondar en el tema para tratar de convencerla, pues el trabajo nos reclama. «Ya hablaremos», le digo antes de separarnos, clavando en sus pupilas mis sonrientes pupilas de hombre medieval.

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Otra compañera de trabajo que me sale con que es lesbiana. ¡Joder, qué plaga! Cortando por lo sano le digo: «¡Déjate de tonterías! ¡Tú no eres lesbiana, tú eres víctima de una maldita moda! ¡Sé normal, enamórate de un hombre decente, cásate con él, formad una familia!». Cualquier día me condenan a muerte (léase me echan del trabajo) por “corromper a la juventud”, como condenaron a Sócrates.

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Leo por ahí: «Las damas, para los caballeros; las zorras, para los mujeriegos». Justicia distributiva, vaya.

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María Virgen Santísima, ejemplo y modelo para todas las mujeres de cualquier tiempo y lugar: para las solteras por su pureza, para las casadas por su fidelidad, para las madres por su amorosísima entrega, para las religiosas por su devoción… Venerada y alabada sea siempre nuestra “Virgen y Madre, hija de su Hijo”, como hermosa y asombrosamente la define Dante en la Divina Comedia.

Andrés García-Carro

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Andrés García-Carro nació en La Coruña en 1968 y desde 2017 reside en Palma de Mallorca. Fruto de su incursión en la red social Facebook, donde puede decirse que ha creado un nuevo género literario, ha publicado los siguientes libros: Pintadas contra Zapatero, Interactivo, Por amor a España, De mal en Rajoy, Católico, ergo antiliberal, Un aguafiestas en la fiesta de Satanás, Contra la demoniocracia, Por Dios y por España y Reflexiones a la luz de la Fe y doce poemas religiosos. Además ha publicado libros de narrativa, aforismos y poesía. Su voz en defensa del Reinado Social de Nuestro Señor Jesucristo se ha escuchado en las tertulias políticas de Territorio Lince y En la Boca del Lobo, de Cadena Ibérica y Radio Ya respectivamente, así como en algunas entrevistas que le ha hecho Javier Navascués en el prestigioso programa Butacas Vacías de la productora católica Agnus Dei.