
Me acuerdo de una prima mía que de niña decía que quería ser niño. Le dio por llevar pantalones y cortarse el pelo a lo chico, hasta había escogido un nombre masculino que le gustaría fuese el suyo. No sé cuánto le duró esa ventolera, que gracias a Dios se le pasó sin dejar secuelas. Os hablo de hace más de cuarenta años. Produce escalofríos imaginar lo que a esa niña le habría podido suceder si en aquel tiempo hubiese imperado la locura del tiempo actual. Probablemente, a consecuencia de la intervención de algún pedagogo o psicólogo impregnado de la ideología de género, mi prima no sería hoy la mujer normalísima que es, casada y madre de familia numerosa, sino una pobre desgraciada con graves trastornos mentales y problemas de identidad, cuando no algo peor.
Ciertamente también hay casos de niños a los que, digamos, se les ve venir desde muy temprana edad. Niños amanerados o afeminados que vienen o parecen venir así “de fábrica”. O, a la inversa, niñas con modales propios del sexo contrario, igualmente muy acentuados. ¿Qué deben sus padres hacer con ellos? Desde luego, no escarnecerlos ni intentar corregir bruscamente sus “tendencias”. Ante todo y en todo momento amarlos, tratarlos con mucha delicadeza. Si es preciso y según sea el caso, consultar a un especialista que les pueda ayudar. Y rezar mucho por ellos. Pero de ningún modo fomentar o alentar su “peculiaridad”. Y si pasado el tiempo, siendo ya sus hijos mayorcitos, está clara su “condición”, hablarles con franqueza, hacerles saber lo que el Catecismo dice al respecto, animarles a obrar en consecuencia y seguir rezando para que Dios les ayude a cargar su cruz.
Andrés García-Carro