
Me dice un cura novus ordo: «Ojo con hablar a la ligera de pecado mortal. Pecado mortal sólo lo es cuando tienes voluntad de hacer daño». Siempre la ambigüedad y la laxitud modernistas introduciendo la duda y la confusión. ¿Qué hemos de entender por “voluntad de hacer daño”? ¿La tienen los fornicarios, por ejemplo? Muchos dirán que no, que todo lo contrario: que fornican por amor, etc. Uno sale deprimido, además de cabreado, de confesiones con curas así.
~
Ayer entré en una iglesia a confesarme y me encontré con una desagradable escena: una mujer con aspecto de bruja (no quisiera faltarle a la caridad, pero ciertamente tenía ese aspecto) increpaba al sacerdote diciéndole que no le simpatizaban los curas. «Perdone que la interrumpa ‒le dije‒, ¿acaso conoce usted a todos los curas del mundo?». Pensé que iba a contestarme que no le hacía falta conocerlos a todos, que le bastaba con los que había conocido para hablar así de ellos, pero, para mi sorpresa, me dijo que no conocía a ninguno. «¿Cómo puede usted saber, entonces, si le simpatizan o no?», la inquirí. «Porque no me gusta la Iglesia», me respondió. «¿Y qué hace usted aquí dentro entonces?». «Lo que me da la gana. ¿O es que me va a prohibir usted estar aquí?». «Déjela ‒intervino el sacerdote‒. Es inútil intentar razonar con quien muestra semejante incoherencia». La mujer farfulló unas maldiciones contra él, a las que ambos hicimos oídos sordos dándonos la vuelta y dirigiéndonos al confesionario. Antes de escuchar mis pecados el cura me agradeció mi intervención. Gracias a la bruja, perdón, a esa buena mujer, simpaticé con él.
~
Una mujer me ha preguntado si no me gustaría ser cura. «Serías muy bueno», me ha dicho, y aún ha ido más lejos animándome a ello: «Todavía estás a tiempo». Le he contestado que ya se me había pasado por la cabeza esa idea, pero que, contrariamente a lo que ella opina, no creo que yo fuese un buen cura. Me desempeñaría bien con los sermones, creo, y daría buenos consejos en el confesionario, además de disfrutar escuchando las confesiones, pues tengo una gran curiosidad por la intimidad del ser humano. Sin embargo, para todos los demás menesteres sacerdotales no me veo capacitado. «Correría el grave riesgo de ser un pájaro espino», le he dicho a mi amiga recordando aquella famosa serie de televisión en la que un sacerdote se debatía entre su vocación religiosa y su enamoramiento de una mujer. «En todo caso ‒he concluido‒, cuando uno tiene vocación para el sacerdocio Dios se lo hace saber y a mí, al menos hasta ahora, no me ha llamado por ese camino». Qué importante en esta vida tener claro lo que Dios quiere de nosotros, el plan que ha trazado para nuestra salvación.
~
El destino más elevado que un hombre puede tener en este mundo es el de ser sacerdote, muy por encima de ser rey o príncipe o presidente de su nación. Un sacerdote es nada menos que un alter Christus y Cristo es el Rey de reyes. Se sobreentiende, claro está, que hablamos de un buen sacerdote, de un sacerdote santo. Como decía el Papa San Pío X (lo cito de memoria parafraseándolo castizamente), un sacerdote que no es santo no es sacerdote ni es ná. Y qué decir del que llega a Papa, a vicario de Cristo en la tierra…
~
Me cuenta un joven sacerdote tradicionalista, no sin esbozar una pícara sonrisa, que en el seminario donde él estuvo preparándose para su ordenación sacerdotal “aquellos que más piadositos parecían fueron los que no llegaron a ordenarse”. ¿Será igual entre los fieles de a pie, que las apariencias engañan?
~
En mi última confesión topé con un cura de esos que creen que el Infierno está vacío. ¿Y a mí que me importa lo que usted, más allá de nuestro Credo, crea? No se lo dije tan bruscamente, pero sí que le expresé mi frontal desacuerdo. Nadie que muera en pecado mortal se libra del Infierno por creer que el Infierno está vacío, sino que más bien muchos se condenan por obrar en conformidad con esa descabellada creencia. ¿Quién se iba a reprimir de cometer ciertos pecados ‒más aún, quién se iba ni tan siquiera a confesar de haberlos cometido‒ si realmente no fuera a sufrir por ello el castigo eterno?
Andrés García-Carro