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Milagro propuesto a la Sagrada Congregación de Ritos, y aprobados por
ella para la beatificación de la madre Margarita María Alacoque.

El objeto de este otro milagro fue la completa e instantánea curación de un cáncer oculto en el estómago de la sor María de Sales Charault, monja profesa de la Orden de la Visitación en el monasterio de Paray-le-Monial. Esta joven, que antes de entrar en el convento había pasado muchas noches en vela por asistir a su padre enfermo, se resintió gravemente del estómago, y habiéndola ordenado tomar un día dos vomitivos, no hicieron estos más que aumentar la indisposición de sus entrañas, y dar lugar a una lenta y grave enfermedad.

El médico, sin comprender la naturaleza del mal, hizo que la aplicasen sanguijuelas, con lo cual logró disminuir el dolor que la enferma padecía; y sintiéndose esta así aliviada, teniendo proyectado entrar religiosa, disimuló sus males y fue admitida en el convento. Hizo en él los primeros ejercicios sin dar a sospechar el pobre estado de su salud; pero haciéndose más vivos sus dolores, no pudo por más tiempo ocultar su mal. El médico de la casa la hizo también aplicar sanguijuelas en la boca del estómago; mas estos remedios, aunque repetidos varias veces, no fueron de eficacia alguna. Aumentábanse siempre los síntomas de la enfermedad a pesar de las sanguijuelas, baños y otros remedios que el médico ordenaba, sin obtener más resultado que el acrecentamiento de los dolores que sufría la enferma, llegando a vomitar todo el alimento que tomaba. Entonces se apercibió el facultativo de que podría haber alguna lesión en el estómago, tanto más, cuanto aparecía una notable hinchazón y una palpable dureza en aquella parte: en cuya consecuencia se puso en planta otro método curativo, y se emplearon diferentes medicamentos, pero todos fueron inútiles.

Desde el año 1821 hasta 1826 había el mal seguido en cierto modo tolerable; pero desde la Cuaresma de 1826 hasta mayo de 1828 estuvo la enferma sujeta a una especie de espasmo tan insoportable, que ni el peso del hábito podía resistir: su debilidad era tal, que creía morir de desfallecimiento: y su rostro descarnado, pálido y deforme marcaba visiblemente lo que la medicina designa con el nombre de canceroso; y todos los síntomas propios del cáncer se habían desarrollado con una gravedad espantosa.

El día 7 de marzo de 1828 propusieron unos religiosos que se hiciese una novena pidiendo al Altísimo por la intercesión de la venerable Alacoque la curación de la enferma; y esta tuvo que asociarse por orden de la Superiora a las plegarias que se hicieron en común.

Entre tanto el médico, que había apurado ya todos los recursos de la ciencia, manifestó a las religiosas que no había esperanza alguna de curación, y las propuso que se enviara una consulta a algunos de los más afamados médicos de París para pedirles su opinión.

Aceptose desde luego su consejo, y mientras el facultativo redactaba la consulta, los religiosos continuaban su novena sin que el mal cesara; antes por el contrario, cada vez se hacía más grave y molesto. Llegado el día octavo de la novena, que era la vigilia de la Ascensión del Señor, la Superiora encargó a la enferma que se confesara, para que pudiera recibir la comunión al día siguiente; pero precisamente la sor María había padecido tanta agitación y tales angustias en el estómago, que la parecía imposible obedecer a la Superiora, así como también las demás religiosas calificaban aquel encargo como una temeridad. Sin embargo, fue preciso obedecer, y la enferma hizo su confesión como pudo, aunque con gran dificultad; y habiéndola dado para animarla un ligero confortante, esto fue dar pábulo al incendio, de modo que sobrevino la agitación y los vómitos, que duraron todo el día y parte de la noche. A pesar de eso, al día siguiente la acompañaron al altar para recibir la Eucaristía, y arrodillándose la enferma, cosa que antes no podía hacer, recibió la sagrada Hostia, y continuó arrodillada media hora, dando gracias al Señor.

Viéndola tanto tiempo en aquella postura, las demás religiosas se llenaron de admiración; y efectivamente, el Médico celestial, que había sido invocado por la intercesión de aquella que tan ardientemente le amó en vida, acababa de curar súbitamente a la enferma en el acto de recibir la santa Comunión, y ella se sintió tan absorta y extasiada, que no sabía si estaba despierta o dormida. Lleváronla desde allí al refectorio, y la ofrecieron que tomara pan y queso, a lo cual ella se resistió al pronto; pero las monjas, que la habían visto estar de rodillas tanto tiempo y andar expeditamente, y que reconocían haberse cambiado totalmente su rostro, la instaron a que tomase alimento, y ella obedeció. A medida que seguía comiendo sentía perfectamente libre el estómago, sin empacho ni dolor alguno, y que la habían vuelto las fuerzas como antes de caer enferma.

Se encorvaba y movía sin la menor dificultad, la tez de su rostro y los colores de su juventud habían reaparecido, y todos los síntomas de la enfermedad se habían disipado.

Entre tanto, el médico, que se ocupaba de redactar la consulta que había de enviarse a París, vino al monasterio para tomar algunos detalles más relativos a las circunstancias de la enfermedad, con el objeto de completar mejor su trabajo, y estas son sus palabras: Me quedé todo pasmado al ver a la enferma en el locutorio… su rostro era totalmente distinto que antes. Procuró enterarse entonces con la observación más atenta de aquella curación milagrosa, hasta convencerse plenamente de que era perfecta. La enferma, así ya curada, volvió a encargarse del oficio de tornera que antes tenía, y desde entonces usó sin dificultad ni impedimento alguno de toda clase de manjares, y pudo dedicarse hasta a los ejercicios más molestos de la Comunidad.