
El Monarca, Alfonso XIII, puesto de rodillas al lado de la Epístola y apoyado en su sable, presenció reverente la Exposición del Santísimo Sacramento. Terminado el “Pange lingua”, permaneciendo todos de rodillas, alzóse únicamente el Rey y vuelto hacia el Santísimo y ligeramente también a su pueblo que le rodeaba y le escuchaba, con voz pausada y serena, pero marcada y firme, pronunció el Acto de Consagración con estas palabras:
“Corazón de Jesús Sacramentado, Corazón del Dios – Hombre, Redentor del Mundo, Rey de Reyes y Señor de los que dominan:
España, pueblo de tu herencia y de tus predilecciones, se postra hoy reverente ante ese trono de tus bondades que para Ti se alza en el centro de la Península.
Todas las razas que la habitan, todas las regiones que la integran, han constituido en la sucesión de los siglos, y a través de comunes azares y mutuas lealtades, esta gran Patria Española, fuerte y constante en el amor a la Religión y en su adhesión a la Monarquía.
Sintiendo la tradición católica de la realeza española y continuando gozosos la historia de su fe y de su devoción a Vuestra Divina Persona, confesamos que Vos vinisteis a la tierra a establecer el Reino de Dios en la paz de las almas redimidas por vuestra sangre y en la dicha de los pueblos que se rijan por vuestra santa Ley. Reconocemos que tenéis por blasón de vuestra divinidad conceder participación de vuestro poder a los príncipes de la tierra, y que de Vos reciben eficacia y sanción todas las leyes justas, en cuyo cumplimiento estriba el imperio del orden y de la paz. Vos sois el camino seguro que conduce a la posesión de la vida eterna; luz inextinguible que alumbra los entendimientos para que conozcan la verdad y el principio propulsor de toda vida y de todo legítimo progreso social, afianzándose en Vos y en el poderío y suavidad de vuestra gracia todas las virtudes y heroísmos que elevan y hermosean el alma.
Venga, pues, a nosotros Vuestro Santísimo Reino, que es Reino de justicia y de amor. Reinad en los corazones de los hombres, en el seno de los hogares, en la inteligencia de los sabios, en las aulas de las ciencias y de las letras y en nuestras leyes e instituciones patrias.
Gracias, Señor, por habernos librado misericordiosamente de la común desgracia de la guerra, que a tantos pueblos ha desangrado. Continuad con nosotros la obra de vuestra amorosa providencia.
Desde estas alturas que para Vos hemos escogido como símbolo del deseo que nos anima de que presidáis todas nuestras empresas, bendecid a los pobres, a los obreros, a los proletarios, para que en la pacífica armonía de todas las clases sociales encuentren justicia y caridad que haga más suave su vida, más llevadero su trabajo.
Bendecid al Ejército y a la Marina, brazos armados de la Patria, para que en la lealtad de su disciplina y en el valor de sus armas sean siempre salvaguardia de la nación y defensa del derecho.
Bendecidnos a todos los que aquí reunidos en la cordialidad de unos mismos santos amores de la Religión y de la Patria, queremos consagraros nuestra vida pidiéndoos como premio de ella el morir en la seguridad de vuestro amor y en el regalado seno de vuestro Corazón adorable. Así sea”.
Al acabar, el público prorrumpió en vítores y aclamaciones. El jesuita P. Zacarias García Villada, posteriormente asesinado en julio de 1936, comentaba que se trató de un “acto de acatamiento, por el que nuestro Rey, humillando su cabeza, reconocía a Jesucristo por Rey de Reyes y Señor de los que dominan”. Desde ese momento, aseguraba, “se puede decir con verdad que se ha cumplido la promesa que el Corazón divino hizo al P. Hoyos, de que reinaría en España con más veneración que en otras partes”. Hoy, desde lo alto del Cerro de los Ángeles, puede decir el Sagrado Corazón de Jesús las palabras esculpidas en el fuste de aquel grandioso monumento: “REINO EN ESPAÑA”.