
El tema de la alegría cristiana es recurrente y nunca olvidado -aunque, con frecuencia, no bien comprendido. El concepto cristiano de alegría recoge y aprovecha, como no podía ser menos, ideas previas de la tradición precristiana, pero tiene, en última instancia, un carácter específico. Imprimo aquí cuatro trazos que intenten, si no dar una imagen cabal de esta magna realidad, al menos, establecer límites entre el concepto cristiano de alegría y otros que, por cercanos, pueden confundirse o solaparse con él.
1. En primer lugar, la alegría surge como una fuerza íntima, interna, que el hombre se impone a sí mismo en un movimiento de su voluntad. El cristiano, como hombre, no puede obviar sus circunstancias, vive en la realidad mundana, pero no son estas circunstancias externas las que determinan la alegría. Es más, este sentimiento puede surgir en una situación negativa e incluso -lo que ya es más extraño a una mentalidad no cristiana- ser provocada- por ésta. Denis de Rougemont, en su libro La parte del diablo (1947) hace una inteligente observación: para el hombre primitivo todo fenómenos tiene su explicación fuera de sí mismo. La causa del mal puede ser una elemento de la naturaleza -un nube, un rayo, un animal- o una persona -un hechicero-. Sin embargo, el Cristianismo trae un cambio radical; el Reino de Dios esté en nosotros y también el mal; la batalla entre el bien y el mal se libra en nuestros corazones.
2. La dicha humana puede ser la búsqueda de un equilibrio, el esfuerzo de adaptación a una fatalidad externa, como única solución.
También el estoico “sustine et abstine”, con su gran riqueza literaria, desde las páginas de Séneca a la ancha tradición del “aurea mediocritas” y el “beatus ille”, con tantas huellas brillantes en las letras de Occidente, es, en última instancia, una actitud de resistencia, de adaptación a las dificultades. La alegría cristiana, por contra, es una actitud expansiva, dilatadora, que intenta abrir nuevos horizontes vitales. No vive en la inopia o en un paraíso artificial; acepta la realidad tal como es. Pero esta realidad no es un “fatum”, un destino cerrado, un laberinto sin salida, sino un horizonte abierto. Abierto para sí mismo, al mundo y, por supuesto, a los demás.
3. Como energía que tiende a la abertura, la alegría es dinámica, transformadora. Es también lícito y humano buscar un estado tranquilizador, una quietud perfecta. Pero no es esa la dirección en que apunta la alegría cristiana, que es impulso transformador, ya que ningún límite de fatalidad puede cortar de un posible cambio. El Cristianismo, incluso en los casos de máxima abstracción mística, no pierde su sentido de principio transformador de la realidad: “Vosotros sois la sal de la tierra…”. Impulso que, llevado al extremo, cae en el activismo, que también sale fuera del ámbito cristiano.
4. Por último, nada de todo esto tendría una sustento sólido sin un componente sobrenatural. Sin él, todo sería un puro psicologismo, que, al final, derivaría en la algarabía hueca o en quietismo resignado. La alegría, por tanto, es el fruto -uno de ellos- de la Gracia actuando sobre el alma humana y de la voluntad acogiéndose y acomodándose al impulso de la Gracia. La alegría, como las demás virtudes, no puede actuar sólo con medios meramente humanos, aunque necesita la aceptación libre, voluntaria y activa de cada uno. Como conclusión, podría decirse que la alegría es una de las formas -quizá la más evidente- que toma el soplo del Espíritu sobre nosotros.