
Un querido colega, de amplia experiencia en el campo de la obstetricia, me comentaba hace poco un caso extraído de su práctica personal: se trataba de un feto de 16 semanas con diagnóstico ecográfico de mielomeningocele, una seria enfermedad congénita del sistema nervioso, afección que en nada pone en riesgo ni la vida ni la salud de la madre pero sí supone la presencia de serias malformaciones en el feto. Lo interesante del relato es que durante el estudio ecográfico en el que se hizo el diagnóstico estuvieron presentes los padres y algunos familiares, todo en un clima de alegría y de expectación ya que el estudio iba a revelar el sexo del feto. El anuncio de la malformación trocó ese clima en otro de dolor, decepción y angustia. Tras las consabidas explicaciones a los padres y a los demás familiares respecto del significado de la patología y de las diversas conductas terapéuticas, todas ellas de riesgo para el feto, que el caso ofrecía, se produjo una situación delicada: en tanto la madre deseaba continuar con el embarazo el padre, por el contrario, se inclinaba por el aborto.
Situaciones como esta no son, lamentablemente, infrecuentes en la práctica médica y constituyen un desafío a la ciencia y a la prudencia del médico; pero, son sobre todo, situaciones límites que exigen del médico algo más que los habituales conocimientos científicos propios de su actuación profesional. Ese plus de conocimiento sólo pueden proveerlo dos disciplinas que, felizmente, están siendo incorporadas cada vez más a los planes de estudios de nuestras facultades de medicina. Me refiero, en primer lugar, a la Ética Médica pero, también -y es lo que deseo resaltar en este momento- a la Antropología Médica una disciplina cuyo cometido central es que los médicos conozcamos lo mejor posible al hombre que es el sujeto de la enfermedad y la “materia” cotidiana de nuestro arte.
Me preguntaba qué se podría decir desde la Antropología Médica frente al caso planteado por el colega. Me vino a la memoria el recuerdo del maestro español Don Pedro Laín Entralgo, médico y humanista, la más alta voz española, sin duda, de la Antropología Médica. Los médicos viejos solemos recordar algunos de sus libros más conocidos: La relación médico paciente y su Antropología Médica para clínicos, entre otros. Pero hay dos obras de Laín que vienen muy a propósito para encarar el tema del aborto hoy en pleno debate y de cara a la situación descripta y a tantas otras similares. Me refiero a Teoría y realidad del otro, obra publicada en 1961 por la Revista de Occidente, y La espera y la esperanza cuya primera edición data de 1957.
En la primera obra, tras una magistral síntesis histórica y filosófica del tema del otro, la otredad, pone Laín como punto de partida de su propia reflexión el encuentro: es, en efecto, el encuentro lo que pone un hombre frente a otro, el otro. Tal encuentro reconoce, según Laín, tres momentos: la percepción, la aceptación y la respuesta. En el momento inicial, la percepción, hay una gradación que va desde un enfrentamiento conflictivo (el encuentro es en contra de la vivencia original de unidad que es la autopercepción del yo) a la conciencia de que el otro es semejante a mí con lo que aparece el nosotros. Sobrevienen, entonces, dos reacciones posibles: o el rechazo (que vuelve al instante inicial de la percepción como enfrentamiento conflictivo) o la aceptación, es decir, que desde la vivencia de la unidad original el otro es aceptado, aceptación que se manifiesta en la respuesta. Hablamos aquí de una aceptación que se opera en el plano de la conciencia psicológica, es decir, superando el rechazo acepto que hay algo que no soy yo y, por ende, acepto la existencia del otro a modo de respuesta. Pero falta todavía algo más: en tanto acepto al otro, éste puede presentarse ante mí de distintos modos: como objeto, como persona, como prójimo. Es como si pasáramos de la conciencia psicológica del otro a la conciencia moral del otro.
Me interesa, de frente al tema del aborto, detenerme en el otro como objeto. Laín es claro al respecto: “En cuanto objeto, el otro puede serme, ante todo, un obstáculo, algo que se interpone enojosa y perturbadoramente en el camino de mi vida” (Teoría y realidad del otro, volumen II, página 236). ¡El otro como obstáculo que en tanto obstáculo debe ser removido! ¿No es esto, acaso, lo que en definitiva subyace en el ánimo de quienes promueven el aborto? ¿No es el niño por nacer el obstáculo a suprimir? Y si es un obstáculo ¿no es más tranquilizador negarle su condición de persona y, ni digamos, de prójimo? El feto no es sujeto de derechos, hemos oído estos días en el Senado. Si no es persona, ni prójimo ¿qué sentido tiene adjudicarle derechos?
Aquella sala de ecografía del relato del colega bien puede tomarse como una metáfora de nuestra sociedad argentina tensada entre quienes promueven la cultura de la muerte y quienes obstinadamente nos empeñamos en defender la vida indefensa. Todos perciben como en la pantalla del ecógrafo que allí hay un otro: sólo que para unos es un obstáculo a eliminar mientras que para otros es una persona y más allá todavía un prójimo desvalido del que hacerse cargo como el samaritano de la parábola evangélica.
¿Cómo podemos los médicos, dentro y fuera del ámbito íntimo de nuestros pacientes, incidir en la situación y hacer que la mirada objetivante y conflictiva se cambie en mirada de projimidad personal? Una respuesta posible la encontraremos en la segunda obra de Laín que hemos mencionado que trata de la esperanza. De ella sólo recogeré una idea: el médico, dice Laín, está llamado a ser facilitador de la esperanza. Sólo la esperanza, unida al amor, es capaz de cambiar la mirada y ver en el niño por nacer no un otro-obstáculo sino un otro -persona, un otro-prójimo.
Dios quiera que los médicos estemos a la altura de nuestra misión y seamos capaces de infundir en nuestros pacientes y en la sociedad que nos mira y siempre aguarda nuestras palabas y nuestros gestos, el sentido de una otredad que nos hace prójimos y de una espera anclada en la esperanza. Tal vez así contribuyamos en alguna medida a disipar la sombra ominosa de la muerte que nos acecha.
«Una espera anclada en la esperanza», tomo esta frase del Dr. Mario Caponnetto. porque creo que en la esperanza está anclada la suerte no sólo de los niños por nacer sino de toda la humanidad actual. Tengo delante la carátula de uno de mis viejos discos de pasta, la Novena Sinfonía de Beethoven, con un comentario de Marion Scott («Beethoven» -1947) que dice acerca del final: «la Alegría es la idea dominante; la Alegría era para Beethoven lo que la Caridad para San Pablo: ese algo sin el cual todo lo demás resulta incompleto». El mundo necesita restablecer la esperanza, fruto de la caridad, en su alma, en su conciencia, en su voluntad, en sus actos. Necesita sanar de su anemia espiritual y mental, porque está siendo víctima del ataque sistemático por parte de los secuaces del infierno que procuran arrebatarle esta arma poderosa de la esperanza, porque donde ella existe, no hay vencidos. La esperanza nos mantiene de pie, combativos contra los obstáculos, pero fundamentalmente creadores de aquellas cosas que abren el camino hacia la eternidad. Hoy, frente a un mundo que se desploma en sus extravíos intelectuales, morales, políticos, militares, y hasta eclesiásticos, la esperanza es un elemento que nos permitirá intentar “reconstruirlo desde sus fundamentos”, como proponía Pío XII. No parece irracional, aunque sí sobrehumana, la tarea que se nos impone. No es irracional procurar restablecer la razón en un mundo donde ha sido desquiciada por el irracionalismo racionalista; pero sí es sobrehumana, porque, como lo señalaba J. Maritain en “Los Grados del Saber” (Grandeza y miseria de la Metafísica): “Se ha tornado asaz difícil mantenerse en adelante en lo humano. Es necesario situarse por encima de la razón para defenderla; o debajo de la misma para combatirla”; y concluía: “Hay una diferencia entre no saber lo que se espera y saber que lo que se espera es algo inconcebible”.
Hemos llegado a la divisoria de las aguas entre el mundo del “hombre viejo del pecado” y el mundo del “hombre nuevo” (Col 3,9-10), nacidos en el Bautismo con Cristo, injertados, resucitados y glorificados en Cristo, ocultos con ´Él en Dios (Col3,3-4). Los milenios que nos separan de la caída original de nuestros primeros padres en los que el príncipe de este mundo ejerció su gran poder, están concluyendo por obra de la Aurora de María que viene enviada por Cristo, La Señora Vestida de Sol, a iniciar los “nuevos tiempos”… “éste es Mi Tiempo”; “Causa de la Aurora más resplandeciente es el Señor, Yo haré que la veáis”; María irradia la Luz de gloria de Su Hijo que la colma, sobre la Iglesia, la humanidad y toda la creación. María es” la Esperanza a la que deberán aferrarse mis hijos”, nos dice en uno de sus mensajes en San Nicolás (Argentina), María prepara el camino a la Segunda Venida del Señor, sanando y transfigurando la realidad del hombre y de las cosas, a fin de reparar las consecuencias del caos causado por el pecado original: Pío XII afirmaba: “se puede y se debe restaurar la armonía primitiva”. Programa sobrehumano, pero posible contando con la Sabiduría y Poder que María nos participa. Es la respuesta que los cristianos debemos dar a las voces arrogantes del NOM, absolutamente efímeras en su verdadera consistencia, espectros con apariencia de realidad que conduce el genio del mal, satanás, que habrán de estrellarse contra la firmeza de la fe, de la esperanza y de la caridad de los cristianos que, bajo la Conducción de María, los enfrentamos, los combatimos y los estamos venciendo.
Esta es nuestra respuesta, la causa de nuestra esperanza firme en la Victoria. Cristóbal Colón con el Descubrimiento abrió las puertas al Nuevo Mundo, la hispanidad católica debe hoy completar aquella gesta con el Segundo Descubrimiento, el del Mundo Nuevo que viene, profetizado por aquél.