
Mucha gente se avergüenza porque no puede dar limosna en la parroquia al ser pobre e ir muy justo, aunque debemos pensar en la viuda del Evangelio que dio más que nadie, porque dio de lo que no tenía. Aunque a veces Dios no nos pide ese heroismo sino que aceptemos con humildad nuestra pobreza y ayudemos en la parroquia con nuestras oraciones y con nuestro tiempo y servicio.
Ayudar en Misa o a rezar el Rosario, o tener un turno con el Santísimo es algo muy valioso, que no se puede pagar con dinero y agrada mucho a Dios.
Dios bendice a los que ayudan a los pobres y reprueba a los que se niegan a hacerlo: “A quien te pide da, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda” (Mt 5, 42). “Gratis lo recibisteis, dadlo gratis” (Mt 10, 8). Jesucristo reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los pobres (cf Mt 25, 31-36). La buena nueva “anunciada a los pobres” (Mt 11, 5; Lc 4, 18)) es el signo de la presencia de Cristo.
“El amor de la Iglesia por los pobres […] pertenece a su constante tradición” (CA 57). Está inspirado en el Evangelio de las bienaventuranzas (cf Lc 6, 20-22), en la pobreza de Jesús (cf Mt 8, 20), y en su atención a los pobres (cf Mc 12, 41-44). El amor a los pobres es también uno de los motivos del deber de trabajar, con el fin de “hacer partícipe al que se halle en necesidad” (Ef 4, 28). No abarca sólo la pobreza material, sino también las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa (cf CA 57).